¿Cómo se imagina usted a un monarca? Seguramente lo ve coronado con una pieza deslumbrante, engastada con piedras preciosas; envuelto en una capa de armiño y terciopelo; sentado en un trono de oro; y, por último, empuñando un cetro en la mano.
Los primeros indicios del uso del cetro se remontan al Neolítico. En aquel tiempo, la lanza no sólo era un arma de caza: servía también para atacar a pueblos enemigos y para defender los propios. Quien portaba la lanza tenía la facultad de proteger, pero también el poder de arrebatar vidas. Esa dualidad hizo que el arma adquiriera un significado más profundo, trascendiendo su mera utilidad. La lanza, el bastón o el hacha pasaron a simbolizar autoridad, poder e incluso tiranía.
En las primeras civilizaciones, como la mesopotámica, esta asociación entre herramienta y poder ya estaba plenamente asumida. En Egipto, el cetro was o uas, que el dios Osiris portaba como señal de su soberanía sobre el mundo de los mortales, reforzaba el vínculo divino de la realeza faraónica. Las representaciones en pintura o relieve muestran con frecuencia a los faraones empuñando cetros, entre ellos el flagelo y el heqat, un bastón originalmente destinado a guiar el ganado y que, con el tiempo, adquirió un sentido ritual y político.
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La tradición se prolonga en el mundo griego. En los cantos homéricos, los príncipes y reyes se describen ostentando sus cetros, símbolos visibles de su dignidad. En la Edad Media europea, alguaciles y jueces recibían la vara de la justicia, que confería autoridad para juzgar y castigar.
No obstante, el uso del cetro no fue exclusivo del Viejo Mundo. En lo que más tarde se llamaría América, muchas culturas ya utilizaban bastones o cetros como emblema de mando. La llegada de los conquistadores españoles introdujo nuevos elementos simbólicos, fusionados con tradiciones indígenas, dando origen a la ceremonia del bastón de mando. En las “repúblicas de indios” —como se les denominaba—, los alcaldes recibían un bastón de mando muy similar al que portaban sus homólogos en España. Allí, en varias comunidades, aún subsiste la costumbre de custodiar el bastón de mando en la casa consistorial. Asimismo, los virreyes de los dominios hispanoamericanos recibían esta insignia, heredada de la cultura política europea.
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Hoy, en ciertos pueblos originarios, el bastón de mando sigue entregándose a las autoridades tradicionales en ceremonias que combinan lo religioso y lo civil.
La pintura novohispana ofrece abundantes escenas de virreyes con el bastón en la mano, signo claro de poder. Sin embargo, en México, la etiqueta republicana del siglo XIX suprimió el bastón de mando como símbolo presidencial, conservando únicamente la banda presidencial, también herencia directa de la monarquía española.
Tanto el bastón de mando como la banda comparten un innegable aire monárquico o, al menos, aristocrático. No es casual que, en el protocolo presidencial de países republicanos como Estados Unidos o Francia, no figure ni uno ni otro: la ausencia de estos símbolos responde a un rechazo deliberado de los ornamentos que evocan el pasado monárquico.
(Héctor Zagal, profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana, y Emilio Montes de Oca, coautores de este artículo, conducen el programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal” en MVS 102.5)
