Soy hijo de la Revolución Mexicana. O, al menos, nieto. Les cuento porqué. Los Zagal provenimos de la sierra minera de los estados de México y de Guerrero. Mineros pobres. En otro artículo, les he contado que mi abuelo Bardomiano Zagal murió de silicosis, típica enfermedad pulmonar de quienes trabajan en los socavones. No lo conocí. Mi abuelo murió cuando mi padre tenía 7 años.
Mi abuela Emilia Rodríguez, esposa de Bardomiano, me contaba que yo le debía la vida a don Emiliano Zapata. La historia es la siguiente. Mi abuela había dado a luz a uno de mis tíos y, tras el parto, se encontraba gravísima. En la montaña no había médicos, mucho menos hospitales. Afortunadamente, pasó por ahí Emiliano Zapata y su tropa. Mi bisabuela María Luisa, mujer de carácter, se plantó ante don Emiliano pidiéndole un médico para su nuera. Conmovido, Zapata mandó ayuda y mi abuela Emilia se salvó gracias a los cuidados del médico.
Ya recuperada, mi abuela se acercó al campamento zapatista para agradecerle al médico que le hubiese salvado la vida. Imagino, mera conjetura, que le habría llevado algún regalo, quizá frutas, quizá tamales. Aquel hombre le respondió con una sonrisa: “No señora, yo no soy doctor, yo soy caporal y ayudo a las vacas a que tenga a su becerros”.
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Sea como fuere, gracias a Zapata y al caporal, aquí estoy.
Los zapatistas se fueron. Así era “la bola”. Los ejércitos iban y venían por todo el país. Semanas después, los zapatistas pasaron de nuevo por el pueblo. En aquella ocasión, la tropa intentó requisar una vaca, la posesión más valiosa de los Zagal. Mi abuela, aunque repuesta del parto, no podía amamantar al bebé, que se alimentaba de la leche de la susodicha vaca. Sin el animal, el bebé moriría de hambre. Así de simple. Mi bisabuela María Luisa, me contaba la abuela, se asió al animal con fuerza y le gritó a los soldados: “Si se llevan al animal, ¡se muere mi nieto! Si se la quieren llevar, me tienen que matar primero”.
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No sé si aquel valeroso desplante llegó a los oídos de Zapata, pero el hecho es que ni se llevaron la vaca ni fusilaron a mi bisabuela.
Hace algunos años, junto con mi amigo y colega Mauricio Lecón, entrevisté a personas que habían conocido a Zapata en el Valle de Amilpas, Morelos. Todos contaban historias semejantes a las que me contaba mi abuela. Admiraban a Emiliano Zapata, pero relataban que tanto zapatistas como federales cometían arbitrariedades contra los campesinos. Los entrevistados me aseguraban, eso sí, que los zapatistas lo hacían sin el consentimiento de don Emiliano. Cuando el caudillo se enteraba de las tropelías, nos contaban, castigaba duramente a quienes las cometían. El problema es que no siempre era posible hablar directamente con don Emiliano.
La desigualdad, la pobreza y el autoritarismo detonaron la revolución, que fue una guerra civil. Toda guerra es cruel, pero las civiles son las peores. Si en las guerras internacionales, se violan constantemente el derecho y los códigos de honor, en las guerras civiles la crueldad se desboca.
Por eso me gusta decir que prefiero conmemorar el 5 de febrero, aniversario de la Constitución de 1917, que el 20 de noviembre de 1910, inicio de la Revolución. Prefiero el derecho que las balas
Nota: aquí les dejo la todo de mi bisabuela y mis abuelos.
(Héctor Zagal, autor de este artículo, es profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana y conductor del programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal en MVS 102.5 FM miércoles a las 21:00 y sábados a las 17:00 hrs)
