HÉCTOR ZAGAL

Imperios (y repúblicas) de cartón

En algunos países, muy, muy, pero muy lejanos de México, la escenografía se confunde con gobierno.

Fue durante el viaje triunfal de la emperatriz por esas tierras, en 1787, cuando Potemkin organizó la gira que lo haría inmortal.
Fue durante el viaje triunfal de la emperatriz por esas tierras, en 1787, cuando Potemkin organizó la gira que lo haría inmortal. Créditos: Captura de pantalla
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En algunos países, muy, muy, pero muy lejanos de México, la escenografía se confunde con gobierno. En aquellos remotos países, la propaganda borra lo incómodo. Las cifras oficiales sonríen, mientras la calle gime. Se inaugura un hospital para la foto, aunque no haya medicinas. Se aplaude a la policía, mientras el pueblo padece robos y extorsiones.

La política escenográfica no es un invento de países sudamericanos. En la Rusia del siglo XVIII, el mariscal Grigori Aleksándrovich Potemkin entendió que el poder se sostiene tanto en muros de piedra como en telones pintados. La política tiene mucho de adulación y otro tanto de tramoya.

Pero el príncipe Potemkin no era un tramoyero cualquiera. Fue mariscal de campo, gobernador de las tierras conquistadas al sur de Rusia y figura central de la corte. Catalina II, llamada “la Grande”, llegó al trono en 1762 tras destronar a su propio marido, el zar Pedro III. Necesitaba legitimarse y mostrar que Rusia era moderna y poderosa, que podía compararse con las grandes cortes europeas. Potemkin fue su fiel colaborador (y quizá su amante). Ambos extendieron el dominio ruso hacia el Mar Negro, arrebatando Crimea al Imperio otomano.

Fue durante el viaje triunfal de la emperatriz por esas tierras, en 1787, cuando Potemkin organizó la gira que lo haría inmortal. Reunió campesinos bien vestidos, adornó aldeas con flores recién sembradas y preparó desfiles militares impecables. La leyenda asegura que incluso construyó pueblos de cartón que se desarmaban y volvían a montar más adelante en la ruta de la zarina, para prolongar el espejismo de prosperidad. Tal vez no hubo aldeas enteras falsas, pero sí hubo una calculada puesta en escena. Catalina, mujer brillante y astuta, seguramente sospechaba el truco, pero prefirió dejarse seducir por el espectáculo. La adulación reconforta a cualquier político.

Potemkin hizo de la política un teatro. No bastaba conquistar territorios, había que exhibirlos y montarlos como joyas preciosas. Y Catalina, como tantos gobernantes de ayer y de hoy, entendió que a veces la ilusión resulta más útil que la verdad. Tres siglos después, se siguen levantando aldeas Potemkin. Hoy ya no se levantan fachadas de madera; basta con cámaras, redes sociales, discursos y un ejército de aduladores. Y lo más triste, digo yo, no es que los gobernantes monten la escenografía. Lo verdaderamente triste es que hay quien, sabiendo del engaño, aplaude.

(Héctor Zagal, autor de este artículo, es profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana y conductor del programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal” en MVS 102.5 los miércoles a las 21:00 y los sábados a las 17:00).