En mis años de primaria, mi colegio realizó un intercambio de alumnos con una escuela de la India. Una mañana de lunes, en la ceremonia de honores a la bandera apareció una delegación de niños de piel obscura, trajes largos de colores vivos y frentes adornadas, antes de que supiéramos sobre terceros ojos ni alineación de chakras. Recuerdo haberlos escudriñado con una mezcla de curiosidad y respeto.
Miss Tere, la directora, comulgaba con la filosofía educativa de Rabindranath Tagore, por lo que en fechas especiales nos repartían separadores de libros que pretendían inspirarnos o reforzar nuestra formación con frases de aquel sabio poeta: “Dormí y soñé que la vida era alegría, desperté y vi que la vida era servicio, serví y descubrí que en el servicio se encuentra la alegría”. Así, crecimos familiarizados con este nombre complicado del primer no europeo ganador del Premio Nobel de Literatura. Aquellos niños como seres de otro planeta y aquellos aforismos fueron mi primer contacto con la India.
Medio siglo hubo de pasar para que pudiera conocer ese país misterioso. A la mitad de mis amigos la idea del viaje les parecía un horror: basura, pobreza, calor. El resto me animaba: “ha sido el lugar que más me ha gustado”, “es un mundo mágico”. No hubo un solo comentario indiferente.
Te podría interesar
El barco llegó al amanecer; el paisaje de mar y cielo era de un color rosa intenso que nunca antes había visto, como de cuento. Cuál sería nuestra sorpresa cuando en el puerto nos recibió una banda musical que sonaba igual que una tambora zacatecana, tocando La Adelita. El sentimiento fue mezcla de orgullo y decepción. Tomamos un vuelo a Delhi, donde nos esperaba un camión que se fundió en un caos vial descomunal en una avenida grande, elegante y arbolada con los postes iluminados con foquitos tricolores que recordaban la bandera mexicana. Yo intentaba adivinar cuál de las casonas estilo inglés habría sido nuestra antigua embajada, e imaginaba a Octavio Paz escribiendo en su despacho, o bailando en los jardines con Cortázar de invitado, o dictando y firmando su carta de renuncia y protesta aquel 4 de octubre del año 68.
Al llegar al hotel nos recibieron con un collar de flores naranja, idénticas a nuestra Cempasúchil. Tomamos una copa en la terraza del último piso, en un bar que mostraba en su carta 16 marcas diferentes de Tequila y una de mezcal, y desde donde se apreciaba una vista, panorámica y brumosa por la contaminación, de la ciudad capital. Al día siguiente había que madrugar: nos esperaba la excursión a esa joya arquitectónica llamada “Tach” (así pronuncian acá) Mahal.
Algo desencantada pensaba: “es culpa de la globalización, venir hasta acá para sentirme como en mi tierra”… hasta que llegamos a la estación de tren: ahí nos aguardaba la auténtica, la India verdadera: una ola humana que nos envolvía obligándonos a girar la cabeza hacia todos lados, abrumados, queriendo guardarlo todo en la memoria: los sonidos de su idioma y del bullicio, el olor a comida especiada, el interminable trajín con bultos sobre las cabezas, sus sentados en cuclillas, sus trajes de mil colores, sus ojos profundos en sus rostros de personajes de película:
Ancianos escuálidos con pinta de faquires, de piel ajada y pies callosos y descalzos pedaleando bicicletas destartaladas, con sus turbantes y sus barbas milenarias blancas.
Niños de brazos en brazos de niñas con vestidos, joyas y maquillaje que delatan una infancia demasiado corta.
Mujeres con saris o túnicas o hiyabs o burkas. Hindúes, musulmanas, budistas y cristianas conviviendo en santa paz, al punto de celebrar sus fiestas religiosas mutuas, creciendo así en el calendario el número de días feriados. Y vuelvo a acordarme de Miss Tere y de “el señor de los mil nombres”: el dios clavado en un madero, de dos milenios; el de cabeza de elefante; el de los varios pares de brazos y una antigüedad de trece mil años.
Los sin casta -sin casa ni familia ni vida ni nada-, aguardando en el suelo, moribundos a la vista de todos, la continuidad del ciclo, su renacer. “El realismo descarnado aliado a la fantasía delirante”, como había definido lo que vio allá nuestro Nobel, Paz.
Vacas sagradas que ya no dan leche, y así, viejas y secas, deambulan por las calles.
Ojos negros y amarillos de grandes y chicos que nos miran con una extrañeza que va de ida y vuelta, quizá con la diferencia de que ellos tienen la sonrisa más pronta y amplia que la nuestra.
Por ahí guardo un separador añejo y arrugado con otras palabras de Tagore: “Vivimos en el mundo cuando lo amamos”. Yo encontré imposible no amar esta nación tan compleja y distinta a todo, en la que el saludo, “Namasté”, no solo significa hola y adiós en sánscrito, sino “mi alma honra a la tuya”, y como refrendándolo, se juntan las manos sobre el corazón al pronunciarlo.
Sí, calorón, mugre y miseria al por mayor. Y maravillas y manjares y buena vibra. Así el país más poblado, viejo gigante de pobreza y al mismo tiempo nuevo gigante de la economía mundial.
Qué ganas de seguir aprendiendo sobre su historia y su cultura. Qué ganas de regresar.