Aquellas noches sagradas en las que cantaba a Sabina desde uno de los bancos que rodeaban el piano del Sikeiros, el bar del hotel Marquis Reforma, me daban las diez y las once y las dos y las tres sintiéndome en casa, sin tener la menor idea de que justo en ese predio había vivido mi papá cuando era niño.
Ahí habitaron y crecieron él y su familia, hasta que ya no cupieron. Entonces se mudaron a Polanco, un antiguo rancho convertido en fraccionamiento dentro del perímetro de la Hacienda de los Morales -que no se refiere al apellido de alguna familia de abolengo, sino a los árboles de moras que se sembraron para la cría del gusano de seda, hace quinientos años-.
Eligieron una casa a la vuelta de la escuela de los cinco hijos, el Instituto Patria, así de paso se ahorraban el pago del transporte escolar multiplicado. En ese entonces no tenían forma de imaginar que los salones llenos de pupitres con agujero para el tintero y el patio de recreo con su ocasional ring de boxeo se convertirían en una lujosa tienda departamental, cuyo nombre se cuenta que surgió hace 130 años, cuando la gente, al ver la construcción de la casa matriz en el Centro, se preguntaba si se estaba levantando un palacio de hierro.
Mi padre me cuenta que iba a clases en la mañana y regresaba por la tarde, y entre una y otra le daba tiempo de ir a nadar al Deportivo Chapultepec. A sus 10 años, sin riesgo alguno tomaba el camión Juárez-Loreto que, según viajara en segunda o primera clase, costaba 15 o 25 centavos.
Los niños jugaban polo a mitad de la calle con escandalosos patines de fierro provistos de correas de cuero y unos ganchos que sujetaban el zapato -y se zafaban a cada rato- y se ajustaban con una llave. El bastón era un palo de escoba al que clavaban un leño de los que se usaban para el calentador del agua.
A una cuadra estaban un par de cines: el Polanco -con sus tres mil butacas- y el Ariel, eran tiempos de las matinés y la permanencia voluntaria. Y un poco más allá, el Parque de los Espejos, con su cueva rocosa que albergaba un acuario, rodeada por un pequeño lago y con un puente como acceso, que fue clausurada y demolida por convertirse en guarida de malandrines. Hoy es el parque Lincoln, y conserva un sabio y vigente texto grabado en una banca de piedra: “Si usted no construye, por lo menos coopere a la conservación de lo que otros han construido.”
Desde su casa se escuchaban las campanas de la Parroquia de San Agustín, que está en la avenida Horacio, frente al parque América, ese de forma circular que tenía un kiosco donde los fines de semana proyectaban cortometrajes animados del Ratón Miguelito.
Se escuchaba también el silbato y la máquina del ferrocarril que iba a Cuernavaca, con vagones de carga y un par de carros Pullman, de pasajeros. Ahí, en una esquina de esa calle que hoy tiene ciclovía, y donde todas las tardes hay un tráfico endemoniado, montaba un peluquero su tinglado, que consistía en una silla y un espejo colgando de un árbol. El cliente podía elegir: con vista a los alfalfares o al paso del tren.
Hasta su recámara llegaba otro sonido, uno que provocaba quererse esconder bajo las sábanas: en la profundidad de la noche, en aquella colonia de casonas de arquitectura californiana, aún vacía de edificios, resonaban los rugidos profundos y potentes de los leones del Zoológico de Chapultepec.
Los padres jesuitas de su colegio construyeron su iglesia de estilo modernista, San Ignacio de Loyola, justo enfrente, sin que él imaginara que en un futuro se casaría dentro de ese triángulo amarillo, y que muchos años después una nieta suya desfilaría por ese pasillo tantas veces recorrido, como pajecito en una boda. El templo subsiste como testimonio artístico e histórico de la ciudad.
Hoy, ya sin colegio, ferrocarril ni cines gigantescos, mi papá se reúne mes con mes, religiosamente, con sus compañeros de aquella escuela, en el restaurante de lo que fuera el casco de la Hacienda de los Morales. Se nombran por sus apodos de cariño, comparten la mesa y la cocina mexicana, brindan, cantan por enésima vez con orgullo y solemnidad los decasílabos de su himno, ríen con chistes mil veces contados, repasan las anécdotas de hace siglos y se sienten como en casa, como si siguieran siendo aquellos niños de uniforme con traje azul marino.
A veces, todo cuanto hemos sido cabe en una noche, en un día, o en un rato.