OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

A Javier Marías. Pero ojalá estuvieras

Escribía con elegancia, inteligencia, rigor y valentía, con la libertad del intelectual: sin miedo a incomodar, sin pretender halagar; polemizaba, por “la tendencia actual a varios pensamientos únicos”.

Javier Marías, escritor.
Javier Marías, escritor. Créditos: Especial
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Leticia González Montes de Oca

Con su benevolente permiso, traigo a colación -así de bonito escribía Javier Marías- el título de uno de sus artículos para recordar dos fechas marcadas como esquinas dobladas del mes de septiembre:

La primera es su nacimiento, el día 20, entre libros y más libros, un padre filósofo, y una mamá profesora. El papá, Julián Marías, alternaba sentado: ya frente a la máquina de escribir, ya en su sillón, leyendo con las gafas quitadas; mientras, la madre, Lolita Franco, malabareaba cuidando de cuatro niños, tarea que describía de una forma más que precisa: qué complicación y qué maravilla.

Conmovía cuando “el joven Javier” nombraba a sus padres: el orgullo lo delataba.

Y la segunda fecha, el día 11 del año pasado, la triste fecha de su partida. En México nos llegaba el amanecer español siete horas más tarde. Era una mañana gris de domingo, el sol se había extraviado en el camino. Por hábito, como muchos, o por vicio, como casi todos, revisé el celular apenas desperté. Twitter -que se debe haber sentido como Gregorio Samsa cuando despertó transformado en una espantosa equis- replicaba o repicaba, como campanas de iglesia de pueblo, esas que no se cansan de sonar hasta que todo el mundo se entere, la inesperada noticia valiéndose de aquel glorioso inicio de novela: “No he querido saber, pero he sabido…”

Y así supe, sin querer haber sabido, que Javier Marías había muerto. No puede ser, si estaba de vacaciones de verano en el Mediterráneo. Si solo tiene setenta años, si ya va a ser su cumpleaños: la tan usual como inútil negación ante lo inesperado. La realidad era que, sin casi nadie saberlo, llevaba más de un mes internado en un hospital: un dolor de espalda develó una neumonía que, para sus pulmones de fumador, resultó “incompatible con la vida”, frase de esas de las que él se reía.

Cuando se va un personaje público que por algún motivo ha sido importante para nosotros y nuestra historia, no solo compartimos la tristeza del grupo, nos sabemos con derecho a un poco de tristeza individual. Para mí eso significaba que ya no estaría en este plano el hombre que hizo que comprendiera el enorme y poco reconocido valor que tiene un traductor, como él -entre tantas cosas relacionadas con las palabras- lo era: las horas y desvelos buscando y rebuscando las palabras exactas para ayudar a que otros podamos no solo comprender lo escrito en una lengua ajena, sino sentir la emoción que alguien, desde su mundo, quiso transmitirnos a nosotros, que estamos en el nuestro. “Los traductores trabajan por puro amor al arte”, decía, “la paga es mezquina y casi nunca aparecen sus nombres en las portadas, sino adentro, en letras pequeñitas”.

Para mí significaba que ya no aparecería su artículo 940 en el suplemento dominical de El País, en su columna La zona fantasma, enviada por fax desde hacía veinte años, desde donde cuestionaba paradigmas, fijaba posturas, reflexionaba sobre la vida -política, sociedad, mujeres, cine, fútbol -que él definía hermosamente como el regreso semanal a la infancia- música, literatura, memoria, fragilidad, culpabilidad, bondad o lo contrario. Despertaba y contagiaba sentires y pasiones. Planteaba más preguntas que respuestas, o daba respuestas en forma de preguntas, obligando a pensar. Opinaba -y se quejaba- para mejorar lo que creía que podía ser mejorado, es decir, casi todo.

Escribía con elegancia, inteligencia, rigor y valentía, con la libertad del intelectual: sin miedo a incomodar, sin pretender halagar; polemizaba, por “la tendencia actual a varios pensamientos únicos”.

Ya no habría una novela número 17, esas que a veces eran más ensayos sobre algún tema montados en una trama -o en un drama-, y que, llenas de verdades, acababan todas subrayadas; esas con nombres bonitos y shakespearianos, como Corazón tan blanco, o Mañana en la batalla piensa en mí. Esas que su público aguardaba con las ansias con que se espera el pan recién horneado.

¿Seguirá igual su piso con balcón en una plaza medieval en el corazón de su Madrid, su escritorio custodiado por un librero de diez filas de repisas repletas de sus veinte mil ejemplares? ¿Y su sillón, su máquina Olympia, sobre la que tecleaba con un solo dedo desde el mediodía hasta que el sol se ponía; sus manuscritos, sus fotos, sus películas, sus soldaditos de plomo; su cama, ese escenario, decía, de desasosiegos, insomnios y angustias?

Queda su obra y quedan sus palabras. Su maravilloso discurso de ingreso a la Real Academia Española, explicando el rol tan necesario que  desempeña el novelista al regalarnos la posibilidad de nuevas vidas ante nuestra imposibilidad de conformarnos con una sola: “…asomarnos a otras vidas o incluso vivirlas, o atisbar las nuestras posibles que descartamos o que quedaron fuera de nuestro alcance o no nos atrevimos a emprender. Como si precisa´ramos conocer lo improbable adema´s de lo cierto, las conjeturas y las hipo´tesis y los fracasos adema´s de los hechos, lo remoto, lo negado y lo que pudo ser, adema´s de lo que fue o lo que es; y, por supuesto, dialogar con los muertos.” Por supuesto.

Caballero de mirada entrecerrada y sonrisa tranquila, que supo cultivar amigas y amigos de años, con los que trasnochaba debatiendo y conversando y mantenía vivo el arte decadente y sacro de la correspondencia escrita a mano, con pluma azul y caligrafía que difícilmente se entendía. Hombre de risa franca que veía la vida como un juego en el que se fue haciendo diestro. Altivo y gruñón de lejos; cálido y generoso, dicen quienes lo tuvieron cerca.

Él decía: cuando mueras, se olvidarán de ti al día siguiente. No es así, él es de esos con quienes pasa justo lo contrario: saber que ya no está quizá haga que lo leamos más; y saber que no habrá otra hoja llena de palabras escapando de su máquina hará más valiosas a las que sí lo lograron. Luego afirmaba lo contrario: los muertos, a falta de un lugar más confortable, se quedan en la cabeza de los seres queridos. También en la de sus lectores -agrego yo-, en la de quienes contaban con su juicio como un referente, algo parecido a casi un amigo. Y en la lista de quienes quedarán para siempre como acreedores en insolvencia del Nobel. Y en la estampilla con su rostro que emitió la oficina de correos, y no es poca cosa dar la cara en cartas.

Un año ha pasado, Javier Marías, y el mundo no mejora: siguen mandando los tontos, como cuentas en ese libro. Y a pesar de ello, le somos fieles a tu recuerdo, como tú lo supiste ser a la forma y al fondo, sin traicionar a uno yéndote con el otro. Como le fuiste fiel al único teclado con el que te entendías, el que estaba pegado a un rodillo, unas palancas y un carrete de tinta.

Te gustaban Las Golondrinas y te llegó su compás: tú ya no andarás veloz y fatigado, tú, que preferías ir lento, tú, que ya no estás. Pero ojalá estuvieras.