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Circunstancia o sentimiento que a unos espanta y a otros encanta: pesar o placer, vacío o plenitud, castigo o privilegio, tristeza o felicidad; a veces lo primero, a veces lo segundo, dependiendo de si llega sola o es deseada, cuestión de voluntad, de momento de vida y de personalidad. Fácilmente puede pasar de disfrutarse a padecerse -y al revés-; de ser un regalo a una condena -y al revés-, y darnos paz en un momento para, al siguiente, llenarnos de ausencia.
Una amante inoportuna, según Sabina; lo que a veces se interpone entre dos, canta Serrat. Cada uno de nosotros es una península, escribió Amos Oz, con una mitad unida a tierra firme y la otra mirando al océano. “Una mitad conectada a la familia, a los amigos, a la pareja, a la cultura, a la tradición, al país, a la nación, al lenguaje y a muchos otros vínculos. Y la otra mitad deseando que la dejen sola contemplando el mar.”
En uno de mis viajes al pasado, quiero decir, en una de mis visitas al Centro de la Ciudad de México, tomé un bicitaxi para moverme más rápido entre algunos de los sitios pendientes por conocer.
La primera estación fue la Sinagoga de Justo Sierra, esa calca de la original, que está en Lituania; ahí dentro, uno siente que está en un cuento.
Casi enseguida, el Templo de Nuestra Señora de Loreto, el de la cúpula más grande, que está apuntalado por dentro de piso a techo, por el deterioro en que se encuentran casi todas las iglesias del Centro, dañadas por los sismos, los hundimientos, el paso y el peso del tiempo, y, los peores de todos, el desinterés y la indiferencia.
Después, rumbo al barrio de la Merced, cuyo nombre nunca he vinculado con el antiguo convento de la orden de los mercedarios, sino con el mercado a donde mi abuela iba a comprar la fruta en los años cincuenta.
Finalmente tendría frente a mí el Templo de la Soledad: el primero en ser tomado por las huestes de Calles cuando la persecución religiosa. Quería ver el altar que aparece profanado por policías con gorra, macana y botas en fotografías antiguas; la pila bautismal de madera labrada y las pinturas a gran escala. Quería imaginar la misa gregoriana cantada en latín, con el cura oficiando de espaldas a los feligreses (pero de frente a Dios), y el órgano tubular Walcker haciendo música sacra; y, finalmente, encontrarme con esa Virgen enlutada en manto de terciopelo negro bordado en hilos de plata, su velo de encaje y su corona, con sus lagrimones, patrona de vecinos añejos y de los muchos oaxaqueños que habitan en la zona.
Cuando apareció la fachada virreinal de cantera y tezontle arrancado de templos de tiempos más viejos, con su torre del reloj a la izquierda y la del campanario a la derecha, al otro lado de una gran explanada, el conductor del bicitaxi se detuvo a la orilla de unas escaleras que había que bajar a pie. No tardo, le dije, y eché a correr. Mientras atravesaba la plancha de cemento, que parecía eterna, se encendió en mí una inconfundible señal de alerta y percibí la presencia de personas extrañas, como sombras, que, desde ambos lados, avanzaban directa y lentamente hacia mí. A mitad del camino y sin detener el paso, di media vuelta y regresé a la frágil seguridad que me ofrecían el asiento, el toldo y la bicicleta. Sentí miedo, le dije. No es para menos, me respondió, mientras pedaleaba, no asustado, sí apresurado.
De regreso a casa, le conté al taxista sobre mi visita frustrada, y casi me regañó: si esa explanada de la que habla es la Plaza de la Soledad, ni siquiera se debía haber acercado, ahí viven personas sin familia, sin casa, sin trabajo ni sustento, sin futuro, sin nada, vagabundos que se perdieron en el vicio; o mujeres que en un pasado lejano ejercieron el oficio, “la vida alegre”, y mire la que llevan ahora. Me explicó que, en cuanto aparece un extraño, se le acercan en busca de una moneda -no quise saber si la pedían a la mala o por las buenas-. Supe que son personas consideradas nada que han sido expulsadas del callejón de Manzanares -el corredor sexual más grande de la ciudad- como desechos inservibles de paraísos artificiales caducados. Que el párroco de esa iglesia es un ángel sin alas que procura darles comida y cobijo, sobre todo en tiempos de frío; y compañía; y consejo, por si lo quieren escuchar, y palabras de consuelo, cuando las quieren aceptar.
¿Manzanares? Esa calle había sido parte de mi ruta de ese día, pues ahí, en el número 25 está la casa más antigua de la ciudad, la única que sigue en pie desde el siglo 16, con una placa que lo constata. Y enseguida está una ermita a la que agregaron un par de torres para que dejara de serlo y se reconociera como iglesia, la Capilla del Señor de la Humildad, honrando su nombre con sus apenas nueve por cuatro metros, la más pequeña de la ciudad. Donde hay un Cristo sentado, como uno más, como si estuviera esperando una sentencia. Donde uno entra y, como por arte de magia, desaparecen el calor sofocante y el barullo de afuera. Donde hoy sé que se encomiendan los bandidos vecinos, que conforman una abultada feligresía.
Le cuento a mi madre sobre mi día y, negando (reprobando) con la cabeza, me recuerda que hace un par de años, turisteando juntas en el Zócalo, le preguntó a un bolero dónde quedaba la Plaza de la Soledad: no importa dónde queda, no vayan. De haberme acordado, o de haberme descuidado, quién sabe si tendría esto para contar.
Ciudad de mil mundos esta, en que algunos de los más oscuros viven escondidos entre todos lo demás.