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En estos días el calendario marca una fecha para dedicarla a los abuelos. En mi infancia, que yo recuerde, no se usaba eso. Algunos lo celebrarán felicitando –qué afortunados-; otros lo haremos haciendo recuento de lo que quedó para siempre en la memoria.
Las manos que tejieron miniaturas pensando en nosotros desde antes que naciéramos, en colores neutros, porque no sabían si seríamos niño o niña. El olor de un chal en que nos acunaron a primos y hermanos. Un brazo cargado de nuestros suéteres en los paseos; nuestros brazos extendidos para ayudar a convertir la madeja de estambre en ovillo.
Los cuentos que nos contaron cuando éramos niños. Los cuentos que nos leyeron, los que inventaron para nosotros, los que nos compraron en un puesto. Las voces que hicieron cuando los narraban, el susto fingido cuando contaban algo misterioso, aun si nos lo habían leído mil veces, o si lo estaban inventando ellos en ese momento.
Nuestras fotos en la pared de su sala, y bajo el cristal del tocador, y atoradas en el marco del espejo de la recámara, mostrando cada edad por la que íbamos pasando. Las sesiones para ver transparencias, o películas mudas, a veces como en cámara lenta y a veces como aceleradas, de nuestros primeros pasos; o de la Cenicienta, Blanca Nieves o Pinocho, en el proyector super 8, ese del rayo de luz con tantas partículas de polvo flotando en ella.
La vitrina con cristalería y recuerdos de viajes, bodas, bautizos y primeras comuniones; las carpetitas tejidas con gancho; el frutero con frutas de plástico. El cuadro de La última cena, y el del Sagrado Corazón; la colcha de la cama donde nos permitían brincar cuidando mucho no romper el crucifijo colgado en la pared. Una tina con burbujas y patos de hule, en que la temperatura se medía sumergiendo el codo; la mano tocando nuestra frente, luego nuestra cara y luego el cuello, para ver si teníamos fiebre.
La satisfacción en su cara cuando pedíamos doble ración de nuestros platillos favoritos; las uvas peladas con cuidado, una por una, sin semillas, lo mismo que las mandarinas. La cubita o el tequilita, así, siempre en diminutivo. La copita de rompope para los niños, que los hacían sentir importantes y formar parte del momento especial y del brindis “por el gusto”, bajo la mirada medio reprobatoria de los papás en la que se notaba que, sin embargo, veían lo bien que esa consideración les hacía.
La mesita para los niños, con manteles, platos, cubiertos y vasos pensados para los que se sentaban a ella. La caja de juguetes, fascinante, siempre a la mano, siempre llena.
Las pasiones contagiadas: por el fútbol, por las luchas, las quinielas, los viajes y –lo fuimos descubriendo después– por estar en familia. La emoción de seguir a los atletas mexicanos en los juegos olímpicos, colocando tres televisiones en la sala para así no perdernos ninguna competencia, ni ceremonia, ni nada; el orgullo al ponernos de pie cuando tocaban el Himno Nacional. Las partidas de dominó –azotando las fichas con expresiones dicharacheras–, o de damas chinas, o de juegos de barajas.
El tocadiscos despertándonos temprano con Las Mañanitas cantadas por Javier Solís, cuando alguno cumplía años; las canciones de “Julito” Iglesias; cuando bailaban pegaditos “La bella Lola”, la canción de ellos dos: “cuando en la playa la bella Lola...”
Aquel coche, un Ford enorme, donde el asiento de adelante era uno solo, extendido, perfecto para que en el centro cupiera un niño atento al camino, o acurrucado, o dormido.
Las idas al circo, donde nos tomaban una foto con un payaso y después, saliéramos sonrientes o asustados, nos la entregaban en un cubito de plástico; ir al Parque Hundido, o a cualquier otro, o al cine Latino.
Las piñatas pequeñitas para nuestra posada particular, en el pasillo angosto de un departamento sin patio ni jardín, que nunca hicieron falta; el nacimiento con musgo y heno, adornado con una cascada hecha de tiras de papel metálico plateado que se fundía con un lago de espejo con peces encima, con personajes, casitas, pozos y animales de distintas navidades, mercados y tamaños, todos desproporcionados; las ganas de ver un cerro donde sabíamos que debajo había una caja. Cantar la posada al tiempo que cargábamos, entre varios, con cuidado, la charola con los peregrinos; la luz de las velitas encendidas y el calor de la cera que escurría hasta nuestras manos; el ponche, las luces de bengala; las idas a la Alameda para retratarnos con los Reyes Magos.
Los paseos y días de campo en Chapultepec, las carreras hasta el carrito de helados o el globero; el trenecito; el carrusel; las migajas de pan a los patos en los paseos junto al lago.
El pañuelo guardado en el bolsillo del pantalón, que quitaba la tierra de rodillas raspadas, secaba lágrimas, o tapaba la cabeza de un niño si había mucho sol; la bolsa de mano donde cabía todo lo que pudiera ofrecerse: hilo y aguja, toallitas, una bolsa de plástico doblada en triangulo, dulces, curitas.
La expresión de enorme interés cuando les contábamos algo, lo que fuera.
Sus palabras que nos parecían raras, como pieza en lugar de recámara, veliz por maleta, chaise lounge para referirse a un sofá y, en vez de regalo, cuelga; su hablar usando la efe cuando no querían que nos enteráramos de algo; la forma en que nos decían de cariño; el sonido dulce, presentísimo, eterno, de sus risas.
Las historias sobre su niñez en medio de la guerra cristera; la dificultad para imaginarlos niños cuando nos hablaban de cómo crecieron, y para creer que jugaban, tenían hermanitos, salones de clase y maestras.
La devoción con que escuchaban la misa en las iglesias y rezaban en su cuarto; sus misales, rosarios, estampitas, sus tantas oraciones desconocidas.
Las conversaciones telefónicas con ambos al mismo tiempo, en diferentes aparatos, para no perderse nada de lo que les contábamos; el grito emocionado de uno avisándole al otro que éramos nosotros quienes llamábamos.
Las playeras mandadas a hacer para vestirnos todos iguales y celebrar por lo alto el cumpleaños noventa.
La preocupación callada y compartida por el día en que uno de los dos faltara.
El sillón hundido de los últimos años, junto a un radio de pilas, con la vista y las piernas ya cansadas. Su estatura disminuida. Las manos frías. La disminución gradual y acelerada de actividades, diversiones y entusiasmos. Unos anteojos que se perdían a cada rato. Un vaso con una dentadura postiza. Su ausencia en sus espacios vacíos.
Sus imágenes en nuestros altares, en nuestros álbumes, en nuestros rincones. Las anécdotas que le contamos a nuestros hijos, que se interesan, que se sorprenden, que hubieran querido conocerlos así. Sus consejos, reales de entonces o imaginarios de ahora; las preguntas que no hicimos; las que, casi sin darnos cuenta, les hacemos; sus visitas en recuerdos o en sueños, sus señales, su presencia. Lo bueno que a veces descubrimos en nosotros, que creemos haber heredado de ellos.
No es necesaria una fecha para agradecerles y tenerlos presentes; tampoco sobra. De todos modos, su legado genético y espiritual, sus nombres y sobrenombres, sus rostros, su voz y su cariño están presentes de mil maneras todos los días. Siempre.