En el lenguaje ordinario, se suele decir que una persona es cínica, cuando no tiene vergüenza y miente descaradamente. ¿Se les ocurre algún ejemplo? En algunos lugares de América y España, se suele utilizar la expresión “caradura” para describir a tales personajes.
Sin embargo, en la antigüedad, el cinismo fue una corriente filosófica que podríamos considerar como perruna. El adjetivo “cínico” proviene del griego “kyon, kynós”, que significa perro, de donde proviene también la palabra “can”. ¿Por qué perruna?
La razón por la que se les llamó así a las personas que practicaban esta filosofía remite a quien se considera como el filósofo cínico de la historia y el más popular de todos: Diógenes de Sínope.
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Nuestro amigo Diógenes llevaba una existencia que a la mayoría de nosotros nos parecería extravagante. El filósofo vivía en la calle, dormía dentro de un tinajón (una tinaja muy grande donde se almacenaba el vino) y su única vestimenta era una larga túnica que se recogía cuando hacía calor y desplegaba cuando sentía frío. Diógenes vivía austeramente, desapegado de los las riquezas; sólo poseía lo estrictamente indispensable para sobrevivir. Para ser feliz, pensaba, basta con satisfacer las necesidades naturales de una manera simple. Los refinamientos y sofisticaciones sólo nos frustran.
Una anécdota atribuida a este filósofo permite entender su punto. Se cuenta que, estando en su tinajón comiendo pan y algunas hierbas, Diógenes se entristeció al ver a unos atenienses disfrutando de un opíparo banquete donde servían vino exquisitos y platillos delicados. Sumido en sus cavialaciones, llegó un ratón que a menudo se le acercaba para comer las migas que se le caían mientras él. Diógenes miró al ratón: el animalito no necesitaba de lujos; aquellas migajas bastaban para satisfacerlo. El Cínico comprendió que no tenía sentido entristecerse por no gozar de esos bienes superfluos. Si un ratón se contentaba con unas migajas, ¿por qué él habría de añorar aquellos manjares?
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Pero no sólo abogaba por una vida austera, sino que sus modales eran francos, directos, casi ofensivos. A su modo, Diógenes era un anarquista. No se sometía a convenciones sociales ni respetaba las jerarquías. Cuenta otra anécdota que alguna vez lo visitó Alejandro Magno. El rey de Macedonía encontró al filósofo, recostado en el suelo, tomando alegremente el sol. “Pídeme lo que quieras, y te lo concederé”, le dijo el Conquistador. “Que te muevas, porque me estás tapando el sol”, le contestó Diógenes.
La vida simple pretendida por Diógenes, suponía, en efecto, la abolición de ciertos convencionalismos y normas sociales. ¿Por qué preocuparnos por la opinión de los demás? Lo importante es vivir naturalmente. Se cuenta que solía masturbarse en público, argumentando que, si la autosatisfacción es natural, no había porque esconderse para practicarla.
Estoy de acuerdo con el cinismo en algunos aspectos, como buscar una vida sencilla y concentrarse en los pequeños placeres más que en placeres excesivamente sofisticadas. Pero respecto a los convencionalismos sociales, soy más aristotélico.
Las reglas de urbanidad, al menos muchas de ellas, facilitan la convivencia, dicho de otra manera, son como un lubricante en el engranaje social. La interacción entre individuos en la comunidad siempre produce fricciones; los buenos modales ayudan a mitigarlas. ¿No les parece?
Pensemos, por ejemplo, en dos personas cuyas opiniones políticas o religiosas son contrarias entre sí. Sus opiniones antagónicas pueden llevar a la violencia verbal, incluso física. No obstante, si ambos contraponen sus ideas con cordialidad, con afabilidad y buenas maneras, es mucho más probable que ambos se puedan poder de acuerdo. La cortesía no es hipocresía. La cortesía, pensaba Aristóteles, sirve para no provocar un sufrimiento innecesario a los demás.
¡Atrévete a saber! Sapere aude!
@hzagal
(Héctor Zagal y Óscar Sakaguchi, coautores de este artículo, son conductores del programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal”)