OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Jacobo

Siempre usaba una corbata negra: que si era en señal de luto desde la pérdida de su papá; que no, que era su manera de protestar por la noche de Tlateloco en el 68.

Jacobo -sobra el apellido- estaría ya levantado.
Jacobo -sobra el apellido- estaría ya levantado.Créditos: Leticia González Montes de Oca
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Colaboración Leticia González

Hoy hace ya 38 años.

Todos los que nacimos en los setenta -o antes-, nos acordamos dónde estábamos ese día a las 7:19 de la mañana, y cómo reaccionamos ante el último sismo que vivimos sin pánico. Los que no estábamos en las zonas afectadas pensábamos que era uno más de tantos, tal vez más fuerte y largo de lo acostumbrado; millones habremos dicho al mismo tiempo a quienes estaban cerca, conocidos o no, esas dos palabras que caen en la obviedad, pero salen de nosotros en automático y en el instante en que lo percibimos: está temblando.

Jacobo -sobra el apellido- estaría ya levantado, fiel a su creencia de que la suerte se reparte a las 5 de la mañana. Lo imagino tomando café, sentado con la pierna cruzada, en la misma posición que tiene su réplica en el Museo de Cera; estaría al lado de Sarita, su esposa de seis décadas, que lo acompañaba a todos lados y permanecía ahí, junto a él, atenta a anécdotas de lo más interesantes que habría escuchado una y otra vez, sabiendo que a media plática él le preguntaría: ¿en qué año fue ese viaje? ¿quién era el regente en ese entonces? ¿cuál era el nombre de este o aquel? Y ella, cómplice, como la más veloz computadora, le daba el dato exacto.

Sí, estaría al lado de Sarita. Se apuró para encender la televisión: nada, los canales estaban fuera del aire. Unos segundos antes, Lourdes Guerrero daba las noticias en vivo en el programa Hoy Mismo, donde pasó del fallido intento tranquilizante -“está temblando un poquitito”- al espontáneo “¡Ah, chihuahua!” mientras la lámpara se columpiaba, como nunca; luego, la pérdida de la señal.

Jacobo marcó a su oficina, donde siempre había alguien de guardia en el departamento de noticias, y se extrañó cuando nadie atendió a su llamada.

Esa mañana zarandeada, no esperó a su chofer; su espíritu de reportero lo sentó al volante de su Mercedes Benz color gris -uno de los tres que le regaló Emilio Azcárraga Milmo y el que más le gustaba-, uno de los poquísimos coches con teléfono móvil en ese entonces, y se lanzó a recorrer la ciudad con destino a la torre de Televisa Chapultepec, para averiguar por qué diablos nadie contestaba. Bajó por Reforma, desde las Lomas con rumbo al Centro.

Siempre usaba una corbata negra: que si era en señal de luto desde la pérdida de su papá; que no, que era su manera de protestar por la noche de Tlateloco en el 68; o que se debía a la muerte de su patrón, mentor y amigo, “El Tigre” Azcárraga; o tal vez todo eso era pura leyenda urbana, quizá siempre fue cuestión de funcionalidad y de evitar tener que elegir una distinta cada día. Ese día salió de prisa, no hubo tiempo siquiera para anudarse su eterna corbata negra.

Pasó frente a la reja del Museo de Antropología. A la altura del Museo Tamayo se comunicó a la XEW Radio para informar que todo transcurría con normalidad. Al llegar al Ángel afirmaba: ahí está, sobre la columna, aludiendo al recuerdo que tendrían muchos sobre otro sismo, el de 1957, en que la Victoria Alada voló hasta estrellarse en el asfalto. Jacobo narraba que ese temblor de 1985 le había parecido menos fuerte que el del 57, aunque más prolongado: “fue como si nos mecieran en una cunita.” Su tono era optimista. Las fuentes estaban encendidas, había personas haciendo ejercicio, la ciudad parecía estar tranquila.

Al cabo de unos minutos, ese Jacobo tranquilo ya no era quien estaba reportando al teléfono: unas pocas calles de recorrido, y todo había cambiado. La misma voz calmada de hacía un par de minutos, la misma que cada noche en su noticiero 24 Horas de casi tres décadas pronunciaba: “¿Sí, dime, Lupita?” con sus audífonos enormes, esperando le indicaran por qué línea tenía una llamada; la misma con que había narrado la llegada del hombre a la luna, el magnicidio de Colosio, con la que le habíamos oído entrevistar a tantos personajes: a Fidel Castro y al Che Guevara antes de que se desvirtuara su sueño; al genio-divo-ególatra-loco de Salvador Dalí; a su amiga María Félix en aquel programa desvelado de Verónica Castro; y a todos los Presidentes, esa voz, se transformaba en otra, alterada y alarmada, que pedía no salir de casa. La primera frase más cercana a la dimensión de los daños: “me temo que los efectos son muy superiores a lo que pudimos calcular”.

Poco a poco iba dando cuenta de vidrios rotos, fachadas, muros derruidos, gente atrapada en azoteas, o caminando herida y desorientada; y más adelante -con sonido de sirenas de ambulancias de fondo- de edificios completos derrumbados, personas saliendo de entre los escombros, víctimas, caos. Y a todos los que lo escuchábamos se nos iba descubriendo la magnitud de la tragedia. Su espíritu solidario se mezclaba con el de reportero, y le pedía su nombre a todos con los que hablaba, para que sus familiares, al escucharlo, supieran que estaban bien.

Pretendía pasar revista a su barrio, La Merced: aquel donde ese niño judío nació en plena guerra cristera y que era diferente de sus compañeros de colegio por tener el pelo güero, que llegaría a ser una institución y autoridad del periodismo en México. No pudo llegar, las calles eran un desastre de piedras amontonadas de lo que fueron construcciones.

Y finalmente, después de sortear calles bloqueadas de nombres que ya no existen y escenas propias de una guerra, llegó a su destino, Televisa. Con tono íntimo, con voz cortada y contenida informaba: “estoy llegando a mi casa de trabajo, donde he pasado más tiempo que en mi propia casa, y está totalmente destruida”. Donde antes había una antena gigante sobre una torre, ahora solo había escombros y polvo. Él sabía qué amigos y compañeros estaban trabajando a esa hora, muchos de ellos sepultados ahora donde apenas un poco antes había estudios, foros, cabinas, oficinas.

Se incorporaron cámaras y técnicos para acompañarlo en su narración, y a la transmisión se le han agregado otras imágenes para convertirlo en documental. Cada año lo busco para revivir con detalle aquel día en que los ciudadanos cuyas vidas eran totalmente ajenas entre sí, nos unimos en torno a la fatalidad: cadenas humanas, piedra tras piedra; líneas de producción improvisadas preparando tortas; llevar a los voluntarios agua, una pala, una linterna, lo que fuera que pudiera ayudar. Admirar y animar a los que estuvieron días y noches al pie de las ruinas, luchando con losas empalmadas y varillas retorcidas, intentando detectar un sonido entre los escombros, una voz: y si la había, en ese momento todo se detenía, no había nada más importante que salvar esa vida.

38 años. Es la edad que tienen los árboles que hay en la Plaza de la Solidaridad, en ese lugar en el que las fotografías muestran los restos del Hotel Regis destruido y humeante, detrás de un reloj que se detuvo para siempre a las 7:19. Desde entonces, cada septiembre recordamos esa marca que tiene esta ciudad, recordamos que lleva un duelo que no termina de desaparecer detrás de su vida, su intensidad, su alegría y sus luchas diarias.

Algo cambió también dentro de nosotros. Desde ese día y hasta ahora, el más mínimo movimiento del suelo nos acelera el corazón y nos hace preguntarnos qué pasará en los siguientes segundos, y si la ciudad lo resistirá, y nosotros con ella.

“Cicatrices incurables de una herida que ha causado la vida”, canta aquel tango que le gustaba a Jacobo-, “que ya no se cierran nunca porque llevan siempre trunca la esperanza de curar”. Cicatrices de esas calles, “mis calles, mi ciudad, mi nostalgia, que recorrí mil veces buscando la verdad”, como se lee en esas palabras escritas con su puño y letra sobre un papel que hoy está enmarcado en una pared del restaurante Danubio, a unos pocos metros de los lugares donde ese día, por única ocasión, por unos momentos se rompió su voz.