La próxima miniserie de Netflix, “Las muertas”, dirigida por Luis Estrada e inspirada en la novela homónima de Jorge Ibargüengoitia, tiene todo para ser un éxito. Lo será porque interpela al espectador, porque captura el humor negro con que Ibargüengoitia retrató una de las páginas más atroces de la historia mexicana y porque, al mostrar la frialdad burocrática del crimen, ilustra lo que Hannah Arendt llamó la “banalidad del mal”. A ello se suma una producción impecable: locaciones cuidadas, música envolvente y un elenco que sabe habitar los personajes.
Las Poquianchis —Delfina, María del Carmen, María Luisa y María de Jesús González Valenzuela— operaron en los años sesenta una red de burdeles donde niñas y jóvenes, reclutadas con engaños, fueron sometidas a esclavitud sexual, hambre, abortos clandestinos y, en muchos casos, la muerte. Se calcula que sus víctimas sumaron entre 150 y 200.
Pero el espanto no puede reducirse a las cuatro hermanas. Lo verdaderamente siniestro fue la red de complicidades que las sostuvo: presidentes municipales que callaban, militares cómplices, policías que custodiaban sus negocios. El crimen floreció al amparo de la corrupción y de una sociedad que eligió no ver.
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La miniserie no sólo revive un caso criminal, sino que exhibe un mecanismo de poder que sigue vigente: cuando las instituciones se venden, el mal se normaliza y se vuelve, precisamente, banal. Eso es lo que vuelve al proyecto de Estrada tan actual y tan perturbador.
En cuanto al número de víctimas, el juicio documentó 91 asesinatos. Sin embargo, investigaciones periodísticas y testimonios posteriores elevaron la cifra a un rango de entre 150 y 200. La diferencia entre lo comprobado y lo estimado refleja no sólo la magnitud del horror, sino también las omisiones de las autoridades que encubrieron pruebas y minimizaron el alcance del crimen.
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(Héctor Zagal, profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana, y Emilio Montes de Oca, conducen el programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal” en MVS)