Como lamentablemente se va haciendo costumbre, la marcha para conmemorar la masacre del 2 de octubre terminó en vandalismo. Algunos grupos usaron el recuerdo de Tlatelolco como pretexto para robar, destruir y agredir. No sólo dañaron edificios y comercios: también golpearon a policías, varios de los cuales acabaron en el hospital. A pesar de ello, apenas hay detenidos.
Las autoridades capitalinas se felicitaron por “no haber caído en provocaciones” y presumieron que “no hubo represión”. Suena bien, pero conviene preguntarse: ¿qué es, en realidad, la represión?
El Estado tiene muchas funciones, pero la principal es garantizar la seguridad. Para eso posee el monopolio legítimo de la violencia. No es un privilegio, sino una obligación: el Estado debe usar la fuerza —siempre dentro del marco legal y de manera proporcional— para proteger tus derechos, entre ellos la propiedad, la integridad física y el libre tránsito.
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Cuando la autoridad se cruza de brazos ante el vandalismo, no defiende los derechos humanos: los viola. Los comerciantes que pierden su mercancía y los policías golpeados por grupos encapuchados tienen los mismos derechos humanos que los manifestantes violentos.
Sin embargo, el gobierno de la Ciudad de México claudica. ¿Por qué? Porque dispersar a los violentos o encarcelarlos tiene un costo político. Aplicar la ley, hoy, parece más peligroso que permitir la barbarie. Pero para eso fueron elegidos: para asumir el costo de hacer valer la ley. Si no quieren hacerlo por miedo a ser llamados “represores”, mejor que renuncien. La política no es, no debería ser, un concurso de popularidad.
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La capital se ha convertido en un homenaje a la omisión de la autoridad: motociclistas sin casco que circulan como si las calles fueran suyas; microbuses que se detienen en plena vía rápida; ambulantes que invaden las aceras; marchas que bloquean avenidas enteras. El mensaje es claro: la ley aplica sólo para el que obedece, para ti y para mi, que no somos violentos ni líderes de un grupo de poder.
Aplicar la ley no es represión. Represión es enviar a una legión de bots contra el adversario político. Reprimir es proponer una ley para acallar a los críticos. Hace poco, un legislador del partido oficial presentó una iniciativa —popularmente bautizada como Ley Antistickers— que pretendía castigar con cárcel la creación y difusión de representaciones digitales, como memes o stickers, si se hacían sin consentimiento. Hasta ahí, suena razonable. Lo grave que ese legislador de izquierda proponía duplicar la pena cuando la supuesta víctima fuese un funcionario público. Ante las críticas, el legislador reculó y prometió eliminar ese apartado. Pero el simple hecho de haberlo propuesto revela una peligrosa tentación autoritaria.
Esa, y no la actuación de un policía que repele a un agresor, es la verdadera represión.
(Héctor Zagal, coautor de este artículo y profesor de Filosofía en la Universidad Panamericana, conduce el programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal en MVS 102.5 los miércoles a las 21:00 y los sábados a las 17:00)
