Confieso que mis últimas entregas han sido muy serias. Hablamos de partidos con logos nuevos, de repúblicas de cartón y de política camaleónica. Por eso hoy, en un gesto de compasión hacia el lector y hacia mi propio apetito, cambiemos de menú: hablemos de algo más sabroso. De pan tostado, pollo, tocino, lechuga y mayonesa. Hablemos del club sándwich.
El nombre suena elegante, casi aristocrático, pues nació en el Club de Juegos de Saratoga Springs, en Nueva York, hacia 1894. Algún socio noctámbulo pidió un refrigerio después de perder –o ganar– demasiado dinero, y el cocinero improvisó lo que hoy conocemos como un triple emparedado. Tres pisos de pan, dos capas de relleno y una promesa de equilibrio entre la gula y la sofisticación. Como tantas grandes invenciones, surgió de un antojo.
Pronto el club sándwich se democratizó. Se sirve en hoteles, en comedores universitarios, en aeropuertos y en cafés de barrio. ¿Cómo comerlo? No hay un protocolo estrico: algunos separan los pisos con elegancia; otros lo prensan sin pudor, como quien abraza lo que ama. Lo cierto es que, en tiempos de prisas, sigue siendo una de las comidas más civilizadas que existen: ni tan rápida como para olvidar el gusto, ni tan complicada como para exigir mantel de lino.
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Su composición es casi filosófica: el orden en capas como metáfora de la vida moderna. Pan, proteína, vegetal, grasa, pan. Entre lo crujiente y lo suave, lo frío y lo tibio, el club sándwich encierra la armonía que Aristóteles buscaba en la virtud: el justo medio. ¿Demasiada mayonesa? Vicio de exceso. ¿Pan reseco? Vicio de defecto. El sándwich perfecto, en cambio, es prudente: ni culpa ni remordimiento, sólo placer razonado.
Cada cultura ha querido apropiárselo. En México se sirve con papas a la francesa y catsup, chiles jalapeños y aguacate; en Francia, con mostaza Dijon; en Japón, con un toque de tonkatsu. Pero el espíritu del club sándwich sigue siendo el mismo: un recordatorio de que la buena vida no siempre está en las grandes solemnidades, sino en esos placeres que se comen con las manos y con una sonrisa.
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Quizá por eso conviene cerrar este texto con una reflexión sencilla: en un mundo lleno de debates, discursos y políticas, a veces lo más sensato es detenerse a disfrutar un buen sándwich. Si la política busca redimir sociedades, ¿por qué no ceder un momento a la gula moderada? Y si la filosofía apunta al bien y a la belleza, ¿qué daño hay en añadir un poco de tocino?
(Héctor Zagal, profesor de la Universidad Panamericana y Luis Manuel Gómez Hernández, coautores de este artículo, conducen el programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal” todos los miércoles a las 21:00 y los sábados a las 17:00 en MVS FM 102.5)
