El pasado 5 de septiembre se conmemoró en México y los países suscritos en la Asamblea General de Naciones Unidas el Día Internacional de la Mujer Indígena, que desde 1983 quedó suscrito en aquel encuentro de movimientos americanos en Bolivia cuyo objetivo ha sido crear las condiciones para su reconocimiento en Derechos Humanos y Desarrollo Social cuyo objeto sea la visibilización inclusiva de sus personalidades jurídico-culturales. No solo ser vistas a las mujeres indígenas como ente marginal y de explotación.
En nuestro país, como en el resto de América Latina somos pueblos básicamente racializados (morenos, indígenas y afrodescendientes) que integramos el 75% del total poblacional y, sin embargo, somos una mayoría que en las prácticas de inclusión hemos sido minorizadas. Lo que significa o se traduce en las acciones sociales y cotidianas donde el color de piel, hablar una lengua distinta al español, pertenecer a una comunidad indígena, tener un aspecto físico afrolatino son factores de discriminación no sólo racial o social sino educativa, de género e incluso educativa. Parte de los temas que se discutieron este año en Sudán desde marzo y que presentaron los acuerdos y convenios en Ginebra el pasado 5 de septiembre bajo el lema: “No necesitamos que nos salven simplemente necesitamos tener nuestro espacio”.
Entre los temas de discusión que las reuniones americanas sobre el tema de mujeres indígenas se hizo hincapié en la profunda y sistémica cultura racializada que las propias sociedades de mestizos hemos incorporado como una conducta para tener éxito, para pertenecer a esa minoría. Es decir, “blanquearnos de adentro hacia afuera”, con el objeto de poder acceder a los “círculos de privilegios”, que se traduce en la renuncia de la lengua origen por el idioma, cambiar la vestimenta identitaria de la población por grupo; teñir el cabello y aclarar la piel como primeros elementos racializados que la minoría blanca en América nos acepte, decía una las líderes académicas en el encuentro la Dra. Mónica Moreno Figueroa quien plantea un movimiento salir del clóset del racismo, que se traduce en aceptar que de manera inconsciente, irreflexiva y a veces bajo una propia percepción de pertenencia lleva a convertirnos o comportarnos como personas racializadas, es decir aceptar que alguno de nuestros rasgos físicos que históricamente son susceptibles de discriminación: color de piel, el pelo, el acento, la indumentaria y nos ponen límites estructurales en nuestro crecimiento, desarrollo profesional o vulnera nuestros derechos colectivos e individuales los negamos, tratamos de borramos, ocultarlos, teñirlos (simbólica y físicamente) para disminuir la brecha de desigualdad y racismo; sin darnos cuenta que estamos ejerciendo autoviolencia racista como consecuencia histórica, sistémica de discriminación. Somos víctimas y victimarios de una herencia.
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En proceso de romper con modelos racializados que históricamente se han instaurado en nuestras sociedades, culturas y modelos idealizados de éxito es uno de los retos actuales y nos lleva a desmontar las prácticas cotidianas de discriminación simbólica y violencia sistémica sin autorreflexión que hemos heredado, reproducido, ejercido en nosotros y otras personas justificada desde el inconsciente que es la manera de poder acceder a los beneficios de la minoría. Quizá si hacemos una reflexión y las pases con nuestro tono de piel, nuestras riquezas lingüísticas, culturales, desmontamos el patriarcado racializado y combativos nuestros miedos a la aceptación con lo que somos y heredamos podamos cambiar el modelo de poder que la minoría ha impuesto sobre los que somos más.