Hoy es 12 de octubre, y hasta hace poco, en los colegios como en los calendarios se marcaba como el Día de la Raza. Fecha en que el aventurero genovés Cristóbal Colón llegó al continente que hoy llamamos América y de ese ese suceso epopéyico entre indígenas y europeos surgió la sociedad Hispanoamericana, herencia de culturas, sociedades, lenguas, cosmovisiones, desigualdades, expresiones artísticas, científicas y cicatrices.
Desde hace más de tres décadas, el 1992 en que se conmemoraron los 500 años del desembarco colombino al norte de América y llamó Colón Las Indias Españolas, la reflexión sobre los matices, acentos y renombrar lo sucedido ha creado una serie de mitos, de críticas, de ajustes, de voces y duelos que buscan ir cerrando lo que para América y más específicamente, para México es la herida abierta.
Hoy sabemos que el mestizaje marcado en nuestro ADN no es de una nueva raza, sino de una nueva civilización, en el entendido que no existen razas sino raíces, que fueron tres siglos de virreinato y no colonialismo. No se trata sólo de nombrar diferente las cosas sino de conceptualizar y contextualizar para reducir las consecuencias que derivaron de ese encuentro, de aquellas batallas, epopeyas y dominio. Por ello, resulta imperante reconocer y reconciliar el pasado desde este presente, sin pasiones ni adjetivos, más bien con óptica del derecho humano que hoy predomina: la justicia social.
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Y desde la reconciliación histórica, ambas naciones México y España revisando su historia y su legado, la herencia y el tornaviaje de nuestras riquezas y debilidades podamos reconocer lo ocurrido en esa Conquista (donde pueblos sometidos por los mexicas fueron aliados de un grupo de españoles para liberarse del yugo de Moctezuma II pactaron en las batallas), se intricaron conceptos, actitudes, reglamentaciones, usos, costumbres, culturas, simbolismos y comportamientos que crearon la división social en castas, la religión como sistema de dominio y control, las artes y las artesanías, el idioma y las lenguas, la Inmaculada y la Guadalupana (que por cierto, hasta 220 años más es reconocida como advocación y aparición de la Virgen María); la moneda y el trueque, todo ello, que no acabamos los mexicanos de conciliarnos tras la independencia después de dos siglos.
Porque ni con la construcción nacionalista de Juárez en la segunda mitad del siglo XIX ni con la identidad revolucionaria de los años 30 o el neoliberalismo de finales del 20 ha sido suficiente para llegar hoy día a reconocernos como mexicanos sin clasismos, racismos, misoginia u homofobia. No podemos culpar a los españoles de ello, ni tampoco trivializar el pasado histórico. Somos el resultado de todos esos sucesos, ideologías, culturas, epopeyas, dominios, autodominios, cosmovisiones, religiones, políticas, expresiones, desigualdades, discriminaciones, violencias, crisis identitarias que no han encontrado acomodo en nuestra memoria e historia. A veces con mayor incomodidad, otras con mejor conciliación. Madurar es también acomodar u ajustar el pasado en nuestro cuerpo, inteligencia y alma y para ello a veces basta una acción: perdonar(nos). Como dijo Don Miguel de Unamuno, el filósofo español: “Procuremos ser más padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”