OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Gala

La última columna de Antonio Gala para el diario El Mundo se publicó el 21 de diciembre de 2015, ya estando enfermo. Se titulaba “Vivir la vida”, en sintonía con el epitafio que él quería: murió vivo. Dos palabras dicen tanto.

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Opinión Antonio Gala

Mecano canta sobre la musa de Dalí: –si reencarna Gala, de piel sedosa, que lo haga en lienzo o en papel–. Pero hoy hablo de Gala no nombre, sino apellido, el de alguien de papel hecho lienzo, un hombre de letras y de cultura, un andaluz por decisión propia, un personaje fascinante.

A Antonio Gala lo conocí hace años en ese espacio en el que se puede adquirir el hábito de dejar de pensar para siempre, o se puede aprender más que en cualquier universidad: en la red. Cómo no sentirlo cercano: sé cómo piensa, cómo mueve las manos, reconozco su ironía a leguas, podría identificar su voz suave en la obscuridad. Le tengo gratitud por su sabiduría compartida y por las carcajadas que me ha arrancado a través de este tiempo. Ahora que ha partido, a la gran edad de 92 años, armo unas palabras sobre él.

Nació en 1930: fue un niño de la guerra. Su primer cuento lo escribió a los cinco años mientras estaba encerrado en un cuarto, castigado. Al mostrárselo a su padre, este le levantó el castigo, y aquel niño comprendió desde ese instante algo que lo acompañaría toda su vida: la certeza de que las letras y las palabras abren puertas.

A los 15 años, comenzó a estudiar Derecho en la Universidad de Sevilla, y al mismo tiempo, por qué no, se inscribió en Filosofía y Letras; y también, por qué no, en Ciencias Políticas y Económicas.

A sus treinta, escribió el libro de poemas Enemigo Intimo, título que cuarenta años después adaptarían al plural Fito Páez y Joaquín Sabina para su gran álbum compartido, y que sería también el nombre con el que firmaría una fulminante carta Sabina, despidiéndose agriamente de Fito, una vez que su complicidad se hizo conflictiva hasta volverse imposible.

Siempre, siempre, se entromete Sabina; estábamos con Gala y sus citas:

“Enemigo íntimo… así llamo yo al amor”, decía. “…La vida y el amor transcurren juntos / o son quizá una sola / enfermedad mortal.”

A sus sesenta, publicó La soledad sonora, un libro para reflexionar, una recopilación de verdades:

Dicen que el primer amor siempre vuelve. No es cierto. Lo que pasa es que nunca se ha ido”.

“El dolor no se entiende hasta que uno es el doliente. Porque ningún dolor es el mismo para todos, ni jamás se repite. En definitiva, cualquier dolor es una forma de destierro.”

Y una más:

“Se teme a lo invisible, a lo desconocido, a lo inhabitual; a aquello que nos enseñan a temer quienes temen”.

Su última columna para el diario El Mundo se publicó el 21 de diciembre de 2015, ya estando enfermo. Se titulaba “Vivir la vida”, en sintonía con el epitafio que él quería: murió vivo. Dos palabras dicen tanto.

La forma en que conversaba era un arte: la claridad con que expresaba sus convicciones; su sarcasmo; su irreverencia; la fidelidad que guardaba consigo mismo; su agilidad mental, y sus elegantes maneras. Un lorquiano atemporal.

Será recordado por la pasión en sus novelas, por su poesía inteligible, por sus valientes artículos y polémicas declaraciones. Por haber sido voz de un pueblo sometido y reprimido que ansiaba recuperar el tiempo perdido. Por su cultura, sensibilidad, franqueza y elocuencia, por su corazón y los corazones que supo tocar; por su suéter sobre los hombros y su inseparable bastón. Por su carácter y su personalidad.

Siempre aseguró no tener miedo del final, y ahora que llegó, se hará su voluntad: sus cenizas serán esparcidas en su amada Córdoba, en uno de los jardines de la fundación que creó para apoyar talentos jóvenes –quizá su mayor obra–, el mismo jardín donde lo esperan las cenizas de su más querida amiga, a quien llamó “la dama de otoño”, como uno de sus libros. Quizá fue al revés. Habrá que leer.

Lo extrañarán sus amores más fieles: sus adorados perros. Y sus alumnos. Y sus lectores. Y sus amigos. Y Andalucía entera, y España entera.

Uno debe elegir de quién aprende; algunos seguiremos aprendiéndole a Gala a vivir desde acá, del otro lado del mar.

– ¡Sevilla para herir!

   ¡Córdoba para morir!

Eso escribía Lorca.

– Y, al final, sale un sol

incapaz de curar las heridas de la ciudad

y se acostumbra el corazón a olvidar.

Eso cantan Fito y Joaquín.

Pero no, no hay que acostumbrar al corazón a olvidar, con todo y que, como ahora, llueva sobre mojado. En el mundo literario, y acá.

Gracias, Antonio Gala.