Eso canta Serrat. “La mujer que yo quiero no necesita bañarse cada noche en agua bendita”.
Me encanta.
Yo también sé lo que no necesita la mujer que yo quisiera ver en cada mujer.
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La mujer que yo quiero ver en cada mujer no necesita trabajar más horas para eliminar la brecha laboral, ni esforzarse el triple para demostrar, a todos y todo el tiempo, su capacidad y talento. No necesita buscar, constantemente y sin ayuda, cómo arreglárselas para hacer malabares entre el trabajo, la casa y los hijos; no necesita justificarse cada vez que las cosas no salen a la perfección, ni tener que estar explicando que eso no depende solo de ella.
La mujer que yo quiero no necesita vivir siempre alerta y sintiéndose en peligro, cuidándose del jefe, del compañero, del vecino, del desconocido, del amigo de la familia, del integrante de la familia. Ni sentir miedo de estar sola en cualquier lado: en un elevador, en un estacionamiento, en un taxi, en una calle, en su propio hogar.
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No necesita escuchar comentarios –ya sean aduladores o degradantes, o los últimos disfrazados de los primeros,– al pasar; ni risitas, ni murmullos cómplices. Ni caminar volteando a todas partes, siempre lista para cambiar de acera, para gritar, para correr, preguntándose qué debe hacer si pasa algo de lo mucho que puede pasar. Ni intentar recordar, en medio del miedo, todos los consejos que ha escuchado para reaccionar en caso de ser atacada; ni “adaptarse” hasta considerar ese estado de temor permanente algo normal.
La mujer que yo quiero no necesita sentir esa molesta incomodidad cuando, al saludar, alguien sostiene su mano un poco más de lo necesario; ni conocer el sabor de la rabia cuando tocan su cuerpo sin su consentimiento. Ni resignarse a las miradas lascivas, ofensivas, repugnantes, por mucho que se intenten disfrazar de amabilidad. Ni acostumbrarse a ser revisada de arriba abajo al entrar a cualquier lugar y hacerse a la idea de que será siempre, como si fuera un objeto, comentada, opinada, calificada.
La mujer que yo quiero no necesita moderar su forma de vestir “para no provocar”; ni medir cada palabra un instante antes de decirla –no sea que se vaya a malinterpretar–, ni asegurarse de no tomar de más porque seguro alguien se intentará aprovechar.
No necesita maquillarse para sentir que cumple con las expectativas sobre su imagen, ni arreglarse para nadie más que para ella, si no le dan ganas. Menos intentar ocultar con sombras, brochas y pinceles un golpe, ni tratar de cubrir con colores alegres los colores infinitamente tristes de una marca, de un moretón, de una lesión.
Ni hacerse esclava de tratamientos, tintes o cirugías para intentar mantenerse joven, o lograr que lo parezca. Ni temerle a envejecer, como si fuera una falla, un pecado antinatural.
No necesita callar con tal de evitar problemas, por culpa o por vergüenza; ni guardarse sus ideas por no querer ser juzgada, corregida, ridiculizada; o por no saber cómo reaccionar al ser humillada, o por temor a cualquier posible represalia, ya sea abierta, que suelen ser crueles, o encubierta, que suelen ser peores.
Ni heredarle a su hija temores que vienen de decenas de generaciones y tiempos ancestrales: nadie te puede tocar, no debes confiar, todos quieren abusar, cualquiera te puede dañar. No debe morir de angustia si la pierde un momento de vista, o por cada minuto que no llega a tiempo, o si no contesta el celular. No necesita vivir dispuesta siempre a convivir con el terror, intentando grabarse en la mente qué ropa lleva su hija al salir, cómo son sus tatuajes, o cuál es una seña particular, por si es necesario pasar por el suplicio de dar esos datos en alguna oficina pública una madrugada. No solo no lo necesita: no debe, no puede vivir así.
La mujer que yo quiero no necesita rezar pidiendo no convertirse ese día en parte de las estadísticas. Ni presenciar la impensable transformación de un tipo encantador en un sociópata o un abusador.
No necesita temblar ni detener su respiración un instante cuando se menciona el tema de la trata de mujeres. No debería tener que intentar asimilar las cifras de un país sin ley, en el que reina la más cruda impunidad, donde se suman por decenas, centenas y miles los números de mujeres desaparecidas y los femenicidios que nadie intentará esclarecer jamás; en el que deja de notarse la diferencia si son mil, 30 mil, 120 mil, o más.
No necesita, de verdad que no necesita, encasillar a todos los hombres por igual, sino poder rodearse de los que son decentes, los que son respetuosos y solidarios; sobre todo de los que lo son sin necesidad de esforzarse por serlo o por parecerlo.
La mujer que yo quiero no necesita que le hagan la gracia de tenerle consideración por ser mujer; ni que le hagan “el favor” de evitar agredirla por ser mujer; ni que sean tan atentos con ella, que la incluyan “a pesar de ser mujer”.
No necesita salir a tomar las calles y las plazas, buscarse un día y un espacio en que se pueda permitir sacar el coraje y la rabia desarrollados a pulso, ni ver si pintarrajeando monumentos, rompiendo e incendiando, se gana el derecho a ser un poco vista, un poquito escuchada, a dejar de ser ignorada, aunque sea por ese día.
Lo que, a fin de cuentas y en realidad no necesita la mujer que yo quiero ver en cada una de nosotras, es que siga siendo indispensable tener un Día de la Mujer.