OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Aquellas Navidades

En estos días los recuerdos llegan a la mente como una lluvia de melancolía, ¿cómo vivías la Navidad cuando eras niño?

¿Cómo vives la Navidad?
¿Cómo vives la Navidad?Créditos: Freepik
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Mis primeros recuerdos de la época navideña me llevan al asiento trasero de un Ford Maverick blanco con techo de vinilo negro: los domingos por la noche, cuando regresábamos de casa de mis abuelos en ese coche de mi papá, mi hermano y yo nos entreteníamos compitiendo por ver quién contaba más arbolitos encendidos desde su ventanilla.

Nuestro árbol era natural, con muñequitos que yo, en pijama y bata, descolgaba los fines de semana para jugar imaginando historias, mientras mis papás dormían todavía. El nacimiento tenía musgo y heno de verdad; animales que no guardaban proporción con la sagrada familia; y una cascada hecha sobre cajas de cartón forradas y tiras de papel aluminio plateado que caían a un lago con cisnes de todos tamaños, que no era sino el espejo del baño de visitas tomado prestado.

Nos organizaban posadas tradicionales: hacíamos el recorrido detrás de los niños mayores, ya en edad de cargar la charola con las figuras de los peregrinos; todos en procesión con una velita encendida que chorreaba parafina en la palma de la mano, la primera fascinación de jugar con fuego.

Mientras, los adultos recitaban una letanía rara de frases en latín que terminaban con palabras esdrújulas dedicadas a la Virgen: “Mater puríssima” y nosotros nos uníamos al coro repitiendo “ora pro nobis” una y otra vez, sin entender el significado, y mucho menos, imaginar que existiera razón alguna para que, quien fuera, rogara por nosotros. Después pedíamos posada leyendo la letra en un cuadernito impreso en papel revolución, al compás de una guitarra: los grandes adentro, los niños en el patio porque aguantábamos mejor el frío.

Partíamos piñatas en forma de estrella con una incómoda venda en los ojos, que hasta ahora me entero, era un símbolo de que la fe es ciega; los picos no significaban pecados capitales sino trofeos para ser llenados de dulces: malvaviscos miniatura, Miguelitos, paletones Coronado y chicles Motita -prohibidos por mis padres, por cierto-, que tenían más éxito que los cacahuates, tejocotes y cañas.

Con mi abuelo, encendíamos luces de bengala, que  daurabn casi nada; y escupidores que arrojaban luces de colores, con la consigna de alejar el brazo lo más posible de la cara; corríamos esquivando los buscapiés, entre carcajadas.

Durante esa época invernal, mi abuela nos llevaba a la juguetería del Sears de Insurgentes, donde nos decía: escojan una sola cosa, la que quieran pero solo una. Esa posibilidad desconocida de cumplir un sueño en aquel paraíso solo podía significar una cosa: que era millonaria. Escapaba de su mano para, sin saber por dónde empezar, recorrer uno a uno los pasillos, terminando siempre en las repisas de muñecas, con la compleja y tardada tarea de decantarme por alguna de ellas.

Nos veo al salir: sonrientes, abrigados, rodeados de bolsas y cajas envueltas sobre la banqueta mientras ella busca un “libre”. Ya en el coche, nos convertía en cómplices: no le cuenten a su abuelo. Luego supe que administraba su crédito en la tienda para poder darnos -y darse- esos gustos, y que durante el año hacía malabares para pagar los abonos. Su fortuna, nuestra herencia, era de esas que no se reflejan en un estado de cuenta.

En esos días visitábamos La Alameda para tomarnos la foto con Santa Claus, que no era uno, sino uno tras otro. Estaban ahí, con sus trineos, esperando niños, o ilusiones, que es -o debería ser- lo mismo. ¿Cómo elegir al bueno? Me fijaba con detenimiento en sus facciones, intentando descubrir tras los lentes y bajo las barbas, al único, al verdadero.

Le escribíamos nuestra carta y la amarrábamos al hilo de un globo de gas, que soltabamos y seguíamos con la vista, con el cuello torcido hacia atrás, hasta que allá, en lo más alto del cielo, se confundía con los demás; en ese tiempo a nadie se le ocurría que ese espectáculo mágico pudiera contaminar.

Mi mamá nos llevaba a la juguetería Ara, también en Insurgentes, muy cerquita de Ciudad Universitaria. Nos pedía mostrarle lo que habíamos escrito en la carta a Santa. Me recuerdo explicándole que no era necesario, que él sabía con toda precisión de qué juguete se trataba.

Algunas de esas tardes nos permitía ver televisión más allá del tiempo reglamentario, esperando el momento en que al ver un comercial, dijéramos espontáneamente algo como “esa es la máquina de hacer raspados que quiero”.

Un buen día, al llegar del colegio, le dije a mi mamá:

- Dicen que Santa Claus son los papás.

- Ah, con que eso dicen…

Nos fuimos a la cena de Navidad, en la casa de un tío. Al regresar, a la media noche, medio dormidos, encontramos tres relumbrantes bicicletas bajo el pino. No podían haber sido mis padres, pues habíamos estado con ellos; así que volví a creer. Esa Nochebuena mis regalos fueron una bici y un par de años adicionales de ilusión, en los que poco a poco fui reconociendo en las cartas que me contestaban los Reyes Magos la letra estilizada y elegante de mi mamá.

Así recuerdo esos años. Éramos felices con un solo regalo, que mostrábamos con orgullo a los amigos de la cuadra. Las diez de la mañana de Navidad nos encontraban en la calle a todos, felices, cada quién luciendo su avalancha, patines, chamarra, o tenis nuevos. No comparábamos, no competíamos, no exigíamos.

Éramos niños siendo niños.