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Pensé escribir algo sobre ti con el corazón resquebrajado cuando, hace unas semanas, apareciste muy elegante en la pantalla para anunciar con la voz y el alma cortadas, y con el semblante -y el de tu equipo de producción- más triste que se haya visto en mucho tiempo en televisión, tu despedida, como evidencia innecesaria pero inevitable de que todo ciclo -aunque duela- termina.
Una despedida, “al menos momentánea”, dijiste, y eso hubiéramos querido todos, mientras que, al escucharte, esos todos, supongo, pensamos en la palabra maldita que nadie quiere nunca pronunciar, no sea que lo vayamos a invocar.
Pensé titular eso que escribiría sobre ti como aquella canción de Sabina, “Cris Cris Cristina”, compuesta para una pobre mujer infeliz que fue tu antítesis. Pero como pasa tantas veces, creemos que habrá tiempo, como si fuéramos amos y dueños. Pero no, no somos.
Hoy que leo sobre tu partida, te expreso gratitud tardía, tecleando sobre las rodillas y queriendo creer que, donde sea que estés, tendrás forma de recibir los infinitos mensajes de despedida de quienes crecimos -por dentro y por fuera- contigo: gracias, porque contribuiste a que aprendiera a amar los rincones de esta caótica ciudad, de este país “tan desgarrado, empobrecido y maltratado” donde nos tocó vivir; porque les diste voz a los olvidados y compartiste su dolor, el de esos que tienen relatos cotidianos que ignoramos y que merecen ser contados; porque con tus conversaciones nos permitiste conocer casi en la intimidad a más de mil personajes entrañables; por materializar un periodismo impregnado de tu personalidad; por abrir brecha en los medios cuando, en tiempos no lejanos, siendo mujer el talento no bastaba, al contrario, a veces incluso estorbaba.
En una de las primeras imágenes que guardo de ti, tras la orquesta tocando el Mambo del Politécnico, de Pérez Prado, estás sentada en una banqueta mugrosa, con tus zapatitos de tacón enlodados, platicando con un albañil que está acomodado a tu lado, de quince años y a quien llamas por su nombre, sobre cómo se juega en las alturas, día con día, entre bultos y varillas, la vida.
Tarareo mentalmente esa música de sax que nos transporta a un salón a media luz adornado con flores, con dos sillones como única escenografía, dispuestos para el sagrado arte de conversar. Cuántas veces habré sentido que estaba ahí, con Jacobo y contigo, disfrutando esa cátedra en la que te (nos) cuenta y recrea con las manos su trayectoria: Fidel y el Ché, los toros, sus libros, su niñez allá, en La Merced.
Qué difícil aceptar que no habrá más conversaciones, más encuentros, más preguntas. Qué le vamos a hacer. Qué ganas de ver todititos tus programas otra vez.
Eras de las excepciones, una de las poquísimas personas que no necesitaban morirse para que todo el mundo se expresara bien de ellas.
Tras la mudanza, estarás sumergida en un mar de historias con José Emilio, mirándolo con ese amor como de cuento que te delataba, a quien se alcanzaba a ver desde la luna cuánto extrañabas, aunque en realidad nunca se haya ido del todo.
Como nunca se irán del todo ni tú ni él, que seguirán estando, eternos, indisolubles y cercanos, allá y acá, tú y él.