Septiembre es un mes difícil para quienes vivimos en la Ciudad de México. No es fácil quitarse de encima el recuerdo del 19 de septiembre de 2017 y, para los mayores, el devastador temblor de1 9 de septiembre de 1985. Fenómenos como los terremotos nos ponen los pies en la tierra, irónicamente, respecto a nuestro lugar en la naturaleza. Nuestro mundo entero está a una sacudida de distancia de la inexistencia.
Los temblores han dado origen a toda clase de explicaciones mitológicas y filosóficas. Sería hasta el siglo XVIII, en el marco del florecimiento de la ciencia en Europa, que se propondrían explicaciones más acertadas sobre a los terremotos. Para entonces, se pensaba que los temblores eran provocados por masas de roca que se movían por debajo de la superficie. Y ya para mediados del siglo XIX. se fundó la sismología instrumental gracias a las investigaciones del irlandés Robert Mallet (1810-1881). Pero antes de eso, los terremotos inspiraron toda clase de historias.
Según Anaxágoras (500\u2013428 a.C.), filósofo presocrático, el origen de los terremotos era el aire seco contenido en las partes bajas y huecas de la tierra. Este aire tendría la tendencia a elevarse y a mover la tierra para salir. Demócrito (c. 460\u2013c. 370 a.C.) pensaba que la tierra está llena de agua por lo que cuando le llega un extra proveniente de la lluvia, el aumento genera un movimiento que impacta la superficie. Asimismo, cuando las concavidades de la tierra se llenan de agua, también se generan sismos. Para Anaxímenes (c. 590\u2013528 a.C.), los terremotos se producen cuando la tierra se seca porque se resquebraja. Pero también cuando se empapa y se desmorona se producen sismos. Aristóteles (384\u2013322 a.C.), en cambio, toma como punto de partida la existencia de dos tipos de exhalaciones: una húmeda y otra seca. Igualmente creía que la tierra contenía un fuego en su interior que provocaba que una cantidad de viento dentro soplara hacia fuera. Por ello, pensaba Aristóteles, el cielo rojo y los días calurososo anunciaban temblores.
La mitología japonesa explicaba el origen de los terremotos por el movimiento de un gran siluro, una especie de bagre inmenso, que vivía en las profundidades de la Tierra. Namazu, como se le conocía al siluro, era custodiado por Kashima, deidad japonesa del trueno y de la espada. Kashima lo mantenía inmovilizado con una piedra sagrada. Sin embargo, cuando llegaba a descuidarse, Namazu se movía y causaba fuertes terremotos. En una de las cartas de Toyotomi Hideyoshi (1536-1598), soberano feudal que unificó Japón en el siglo XVI, habla de las protecciones y medidas de seguridad contra la acción del siluro que habrían de tenerse en cuenta antes de construir su castillo en Kioto.
Por su parte, los mexicas creían que el origen del universo podía medirse de acuerdo con eras solares. Cada sol tenía su particularidad y su desgracia determinada. De acuerdo con este calendario, el tiempo del último de estos soles, el quinto sol, terminaría a causa de terremotos que destruirían el mundo. Las crónicas de Bernardino de Sahagún (1499-1590) recogen las reacciones de los mexicas ante los sismos. El fraile franciscano nos cuenta que cuando empezaba a temblar, todos empezaban a dar gritos mientras se pegaban en la boca con las manos. Así avisaban a todos del temblor. Después, tomaban agua con la boca y la escupían sobre sus alhajas y los postes y umbrales de las puertas de las casas. Si no la hacían, el temblor podía derribar la casa y llevársela consigo.
Después de la llegada de los españoles, las creencias prehispánicas se fueron opacadas por la fe cristiana. Los gritos y los escupitajos fueron reemplazados por rezos. Tal era la costumbre que los sismos se medían según los rezos que se completaban. Por ejemplo, podía decirse que el temblor duró un credo o dos salmos.
Sapere aude! ¡Atrévete a saber!
@hzagal