Se trate de Aleksandr Oparin, Charles Darwin o Jacques Monod, los grandes biólogos han evitado dar una definición de la vida debido a que ella, contrario a lo que ocurre en las matemáticas u otras disciplinas, no puede ser descrita de forma atemporal u objetiva, señaló Antonio Lazcano Araujo, profesor de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
“Yo puedo dar una explicación válida en todo lugar y momento sobre qué es un número primo, pero no determinar con la misma certeza qué es la vida, pues ésta es un fenómeno que describimos a partir de nuestros conocimientos empíricos, los cuales se modifican con el tiempo según el contexto histórico”, agregó el investigador.
A decir del director honorario del Centro Lynn Margulis, si revisamos los libros de biología, hace un siglo se hablaba de una masa gelatinosa llamada protoplasma que otorgaba sus propiedades a los seres vivos y se aseveraba que las bacterias carecían de material genético, mientras que los textos de hace 50 años mencionaban al citoplasma sin aludir a los ácidos nucleicos y consignaban al ADN como una mera curiosidad.
Al impartir la conferencia El doctor Frankenstein y la chispa de la vida, Lazcano Araujo indicó que curiosamente no fue un biólogo, sino un filósofo, Immanuel Kant, quien señaló con puntualidad esta característica tan propia de la biología al establecer, en medio del frenesí racionalista de la Ilustración, que hay conceptos que si bien se pueden describir, no se pueden definir.
“Por ejemplo, yo puedo dar un listado de las propiedades de los seres vivos, pero no una definición de la vida porque de seguro no faltará quien, de inmediato, enarque una ceja y me objete ¿y dónde entran los priones o los virus?, que claramente están vivos”, añadió.
Lazcano ha dedicado gran parte de su carrera a estudiar cómo los meteoritos pudieron originar la vida en la Tierra, por lo que refirió con particular interés el caso de Jöns Jacob von Berzelius, uno de los padres de la química moderna, quien al intentar descomponer diferentes sustancias mediante electricidad notó que era más fácil hacerlo con aquellas de origen mineral que con las provenientes de seres vivos (como el azúcar, el sudor, la orina o la sangre), por lo que las dividió, según su origen, en orgánicas e inorgánicas.
“En 1834 este hombre tuvo acceso a un fragmento del meteorito CI1 Alais, caído en Francia, y al detectar en él la presencia de hidrocarburos se preguntó ¿cómo puede haber compuestos orgánicos en un cuerpo proveniente del espacio? Berzelius estuvo a un tris de darse cuenta de que éstos podían generarse a partir de una síntesis abiótica, pero como era muy religioso evitó ahondar en el asunto y sólo aseveró que la mayoría de los fenómenos animales responden a una causa oculta o vital, y formalizó por primera vez la idea de una fuerza mística no natural que los anima”.
Por ello, Lazcano consideró al XIX como un siglo fascinante, pues por un lado formuló el concepto de vitalismo, que no sólo permea muchos libros de texto, sino que está detrás de muchos debates sobre al aborto o la eutanasia, y al mismo sus científicos demostraron que no hay una barrera química entre lo no vivo de lo vivo, como hizo Friedrich Wöhler (alumno del mismo Berzelius) al sintetizar la urea.
Si consideramos dicho escenario es inevitable plantearnos una duda: si los químicos decimonónicos lograron sintetizar moléculas orgánicas y caracterizar el meteorito CI1 Alais, ¿porque nunca consideraron una posible transición de lo químico a lo biológico?
La respuesta es sorprendente y se relaciona con la evolución, algo que todas las disciplinas asimilaron y emplearon de una u otra forma: Malthus lo hacía con las poblaciones humanas; Lamarck y Darwin con los seres vivos; Lyell con la geología; Sadi Carnot y Thomson se valían de ella para explicar el aumento de la entropía en un sistema adiabático; Spencer la empleaba con los idiomas; Renan con las religiones, y Marx y Engels con los sistemas de producción.
“La única disciplina que no consideró a la evolución para nada en el siglo XIX fue la química y por ello dejó pasar la oportunidad de incorporar un marco de referencia evolutivo en sus descripciones”, acotó el también miembro de El Colegio Nacional.
Por ello, el gran mérito de Oparin (en la primera mitad del siglo XX) fue percatarse de esta laguna, tomar las tesis de Darwin como punto de partida y considerar a los compuestos orgánicos presentes en los meteoritos como parte de un proceso de cambio que, eventualmente, derivó en los seres vivos. Esto le cerraba las puertas al vitalismo y se las abría a una secularización muy necesaria en este renglón.
“De entonces hemos avanzado un gran trecho y hoy basta abrir cualquier ejemplar de biología celular o subcelular para tener acceso a explicaciones perfectamente laicas para la expresión de los genes, la replicación del ADN, la síntesis de proteínas o la regulación diferencial de un proceso bioquímico, entre otros aspectos. Al fin podemos prescindir de cualquier causa vitalista y hemos logrado que cada libro o artículo —bien entendidos— sean un himno a una visión secular de la vida”, concluyó.