El 13 de agosto de 1961, Rudolf madrugó para acudir a la universidad. Debía presentarse a las pruebas necesarias para acceder a la carrera de Medicina y por nada del mundo quería llegar tarde. Cruzó Berlín en bicicleta, un desesperado zigzag de un punto de control a otro. Las autoridades de la RDA, la Alemania comunista, habían levantado esa misma noche y sin previo aviso una alambrada de 155 kilómetros de longitud alrededor de Berlín occidental y 69 de los 81 pasos ya estaban cerrados.
No fue el único que llegó tarde. A todos había tomado por sorpresa. Por ese motivo y porque alguno de los examinadores no logró cruzar y hubo de ser sustituido, fueron concedidos treinta minutos de cortesía y se pudo presentar al examen. \u00abFue entonces cuando mi madre me aconsejó quedarme en esta parte de la ciudad\u00bb, recuerda, \u00abhabían cerrado la frontera y, aunque todos pensaban que era algo provisional, momentáneo, corría el peligro de no poder acudir a reclamar mi plaza universitaria en la fecha señalada por un azar político. Le pareció que era más seguro quedarme en casa de unos amigos, a solo unos metros de la facultad\u00bb. Esa intuición materna separaría a la familia para siempre.
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Los habitantes de la RDA habían desarrollado ya para entonces el talento de la lectura inversa. Allí donde las autoridades comunistas decían cualquier cosa, habían aprendido a entender todo lo contrario. A finales de junio, solo unas semanas antes, el jefe de Estado Walter Ulbricht, había asegurado a la corresponsal del \u00abFrankfurter Rundschau\u00bb, Annamarie Doherr, que \u00abnadie tiene la intención de construir un muro\u00bb. Por eso la madre de Rudolf comprendió que el futuro de su hijo dependía de quedar en el lado correcto de aquella frontera maldita, que durante cuarenta años separaría a amigos y familiares. Aun así, el pueblo alemán fue presa de la incredulidad ante lo que estaba ocurriendo. \u00abOccidente no hace nada\u00bb, titulaba con estupor \u00abBild Zeitung\u00bb la mañana del 16 de agosto. En mayo del año siguiente, publicaría la fotografía de los rostros estupefactos de los berlineses que contemplaban las cuadrillas de obreros que sustituían la alambrada por hormigón.
Rudolf recorre hoy la hilera de ladrillos que conmemora el Muro en Berlín-Mitte. Es un ritual que repite cada año, a menudo rodeado de periodistas extranjeros y en aniversarios más redondos también de políticos locales. Terminó Medicina, culminó una exitosa carrera y ahora está ya jubilado, pero nunca volvió a ver a su madre. Cuando nació su hijo Luzius, acudió a los miradores de la calle Bernau, unas plataformas a las que se accedía subiendo una escalera de madera. Desde allí, a unos cinco metros de altura, elevaba al bebé en brazos para que sus familiares pudieran verlo desde el otro lado del Muro.
Lecciones de Historia\u00abVolver aquí no me trae recuerdos dolorosos. Al contrario, es siempre motivo de alegría. Comprobar que el Muro ya no está ahí y constatar que cayó como fruto de una revolución ciudadana pacífica es para mí una fuente de gran satisfacción\u00bb, explica junto a la Capilla de la Reconciliación, un reducto circular consagrado que sustituye a la iglesia evangélica derribada por estar situada en la trayectoria del Muro y en la que cada día, a las diez en punto, se recuerda en voz alta la biografía de una de las víctimas mortales de la policía fronteriza, antes de pronunciar una oración por su alma. \u00ab¿Qué le diría usted a Donald Trump sobre el muro que pretende levantar?\u00bb, pregunta Vincent Harris, un estudiante de Derecho neoyorquino de visita en la capital alemana. \u00abNo hay mucho que decir, las lecciones que nos dejó el Muro se extraen por sí solas\u00bb, responde el anciano, \u00abpero si puedo señalar que la construcción de muros tiene que ver con la política menos que con la dignidad humana\u00bb.
\u00abLa zona occidental empezó a prosperar mientras que el lado soviético sufría problemas económicos. Esto ocasionó que millones de berlineses que vivían bajo el régimen comunista se trasladasen al Berlín occidental y las autoridades orientales trataron de evitarlo con el Muro\u00bb, explica una guía a un grupo de turistas ante la tumba de Gunter Litfin, el primer joven que murió al intentar cruzarlo, el 24 de agosto. A sus 24 años, oficial de carnicería en el negocio familiar y afiliado a la CDU, partido prohibido en el distrito berlinés de Wei\u00dfensee, donde había quedado su domicilio, intentó cruzar junto a su hermano a la altura del puente Humboldt, donde recibió un disparo en la cabeza ante unos trescientos testigos que contemplaban a distancia el intento de fuga. \u00abA menudo los policías fronterizos de la RDA se acercaban hasta nosotros e impedían que siguiéramos pintando\u00bb, recuerda Kiddy Citny, artista callejero que, junto a su amigo Thierry Noir, trabaja en la restauración de una parte de su obra en el antiguo Muro de Berlín, dos segmentos de la pared en la Leipziger Platz.
\u00abEntonces caminábamos unos metros hacia atrás, lo dejábamos y volvíamos unos días después. No era un proyecto de arte en ese entonces, sino más bien una cuestión de corazón, para superar la tristeza y la muerte con colores\u00bb, recuerda la elaboración de la obra, que tuvo lugar en 1984. \u00abSiempre hicimos algo espontáneo, dependiendo de cómo estaba el clima\u00bb, añade Noir, \u00abhubiese sido ridículo pintar esa frontera mortal con un boceto\u00bb. Con motivo de la restauración, la galería de arte Culture Pop Studio Gallery presenta nuevas obras de Citny y Noir en el marco de la exposición \u00abDinosaurios del arte callejero \u2013 30 años de la caída del Muro\u00bb. \u00abEstamos a punto de celebrar ese gran aniversario, treinta años dela caída del Muro\u00bb, señala, \u00abpero es muy importante que no olvidemos conmemorar su levantamiento, que nos muestra lo fácilmente que se pierden las libertades, algo que puede pasar de un momento a otro\u00bb.
Con información de ABC.