Entre las volutas de humo de un club de Tokio, Aki Nitta sostiene una copa de champán en la mano, rodeada de tres donjuanes que miman a mujeres por un precio astronómico.
Hay japonesas dispuestas a gastarse una fortuna en los “host clubs” a cambio de una velada de flirteo, de palabras cariñosas y de halagos.
“Quiero sentir latir mi corazón”, declara a la AFP esta mujer de negocios de 27 años, en uno de estos lugares del barrio rojo de Kabukicho lleno de espejos.
“Los hombres japoneses no son muy galantes y no muestran sus sentimientos, pero aquí te tratan como a una princesa. Quiero que me mimen y poco importa lo que me cueste”, dice.
Dispone de un presupuesto de casi 10 mil euros mensuales. El objeto de su deseo es un joven de aspecto andrógino, con el pelo desteñido y una sonrisa aniñada. Algunas clientas se gasta 100 mil euros en una noche para dejarse querer por hombres locuaces que pueden llegar a ganar hasta cinco veces esa cantidad en su solo mes.
Ellas tienen entre 20 y 60 años y cubren de regalos al favorito: un reloj con diamantes ensartados, un coche de lujo, un apartamento…
“Cuando tenía 20 años una clienta me regaló un Porsche”, cuenta Sho Takami, de 43 años y actualmente propietario de una cadena de clubs. El compara el oficio con el de psiquiatra… a tiempo completo. “Hay que estar disponible las 24 horas del día”, afirma a su llegada al trabajo a bordo de un Rolls Royce con chófer.
– ¿Depredadores? –
“El verdadero trabajo comienza tras el cierre del club, cuando hay que salir de copas con la clienta, antes de caer rendido en la cama a las 09h00 de la mañana y levantarse poco después para desayunar con otra”, detalla Takami, que planea abrir un club en Las Vegas el año que viene.
“Es importante que la clienta crea que puede encontrar el amor, explica. Al fin y al cabo para eso se gasta su dinero”.
Estos clubes representan 10.000 millones de dólares (9.400 millones de euros) de volumen de negocio anual en Japón con alrededor de 800 locales. Unos 260 se hallan en Tokio, la mayoría de ellos en las calles angostas de Kabukicho, cuyos neones multicolores parpadean iluminando las fotografías de jóvenes bien peinados y con bronceado artificial.
Estos hombres surgieron en los años 1970 y en ocasiones se les considera geishas masculinas. “El trabajo de un anfitrión es sustentar el corazón de las damas. Estamos aquí para fomentar el avance de las mujeres en la sociedad”, asegura Sho Takami.
A estos hombres de cabello largo, ropa ceñida y muy aciladados se les acusa de ser predadores de las emociones femeninas.
“Las clientas compran afecto”, explica, encogiéndose de hombros, Ken Ichijo en la terraza de su dúplex tokiota con vistas al Monte Fuji. “Les vendemos sueños y para eso hay que mentir, decirles que las quieres a cambio de sumas considerables”, afirma este exgalán de 38 años que dirige un club.
Es un tema de oferta y demanda. “Los anfitriones existen para llenar un vacío en la vida de alguien”. “Respondemos a la más mínima necesidad de una mujer, escuchamos sus problemas, le decimos que es guapa, hacemos realidad sus fantasías”.
La perspectiva de una relación sexual sigue siendo un cebo en este sector muy competitivo, reconoce Ichijo. “El sexo no forma parte forzosamente de los servicios de un club de anfitriones, sino el satisfacer las necesidades de la clientela”.
Durante la conversación, su compañero Takami deja entrever la otra cara de la moneda: desconfianza, angustia de verse destronado por otro o destruido por una mujer.