Cuando un político prometa libertad de expresión, seguramente la defenderá a capa y espada hasta que ese político, llegue al poder; entonces, dejará de hablar de libertad de expresión y se convertirá en lo que juró destruir: un censor.
Sino, basta con ver lo que pasa en Estados Unidos.
El 20 de enero, Donald Trump asumió la presidencia para su segundo mandato; ese mismo día, firmó una serie de órdenes ejecutivas, entre las cuales destaco la de la “restauración de la libertad de expresión y poner fin a la censura federal”.
Según Trump, el gobierno antecesor de Joe Biden, con el pretexto de combatir la "desinformación", infringió los derechos de expresión constitucionalmente protegidos de los ciudadanos estadounidenses en todo Estados Unidos de una manera que avanzó la narrativa preferida del Gobierno sobre asuntos significativos de debate público. La censura por parte del gobierno, escribió, es intolerable en una sociedad libre.
Pero la vida da vueltas muy rápido.
En estos ocho meses, que han parecido cinco años, Trump ha dado vuelcos muy bruscos a su discurso para ser peor que lo que criticaba.
El caso más reciente es el de Jimmy Kimmel, cuyo programa fue suspendido de manera indefinida tras un comentario por el caso del asesinato del comentarista político y activista conservador Charlie Kirk.
¿Qué fue lo que dijo?
“La pandilla MAGA está tratando desesperadamente de caracterizar a este chico que asesinó a Charlie Kirk como cualquier cosa que no sea uno de los suyos y haciendo todo lo posible para sacar provecho político de ello".
Además, se burló de la respuesta que dio Trump cuando le preguntaron su sentir tras el asesinato de Kirk, porque su respuesta fue inmediatamente cambiar el tema.
"Así no es como un adulto llora la muerte de alguien a quien considera amigo. Así es como un niño de 4 años llora la muerte de un pez dorado".
Brendan Carr, presidente del regulador de comunicaciones de Estados Unidos respondió los comentarios de Kimmel sugiriendo que la cadena ABC debía despedirlo porque sino, el gobierno tomaría cartas en el asunto.
Horas más tarde, se anunció la suspensión del programa.
Porque, hay que decirlo, la libertad importa pero no más que los negocios; sino, también está ahí el caso de otro comediante, Stephen Colbert.
En julio pasado, Colbert anunció el final del late night show en mayo de 2026 luego de que Paramount Global, la empresa matriz, tomó una decisión “financiera”; sin embargo, el contexto más amplio es que esto ocurrió justo antes de que la FCC aprobara la adquisición de Paramount por Skydance en un acuerdo de 8 mil millones de dólares, lo que varios interpretaron como un posible soborno para darle tranquilidad al gobierno de Trump y facilitar la fusión.
Los embates de Trump no se han limitado a los late night shows, de cuyas cancelaciones ha justificado por sus “terribles ratings”.
También están sus demandas a un diario de Iowa por publicar un sondeo que no acertó con su victoria contundente en ese Estado; a The New York Times, por publicar informaciones negativas sobre él; a The Wall Street Journal, por revelar la existencia del dibujo perverso con el que felicitó por sus 50 años Jeffrey Esptein.
O acciones como prohibir el acceso a la agencia AP al Despacho Oval por negarse a usar la denominación de “Golfo de América”; quitar el financiero de la radio y la televisión públicas (NPR y PBS); o el cierre de casi todos los servicios de información exterior que prestaba Voice of America.
Duro y dale estuvo Trump para acabar con el wokeismo y su necesidad incesante de aplastar y callar todo aquello que no militara con su ideología, para ahora, anteponer el discurso antiwoke con el único fin de ser lo mismo: acabar con todo aquello que no coincida con él.
Parece entonces que lo de menos son las libertades, sino que lo verdaderamente importante es que el líder tenga la razón o aparente tenerla por sobre todas las cosas.
Justo como en los tiempos de Stalin; o de Mao Zedong; o de Kim Jong-un; o de López Obrador; o, por qué no, del mismísimo Donald Trump.
La cosa es que nunca aprendemos.
