OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

19 de septiembre, 40 años después

Una “bebé del terremoto” que nació a las cinco de la madrugada, cuya vida empezó entre escombros. Sus abuelos le contaron la historia.

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Ahí estábamos, bajo la mirada fija de Sor Juana, de Juárez, de Madero, de don Porfirio; de catrines y de los olvidados:

Una “bebé del terremoto” que nació a las cinco de la madrugada, cuya vida empezó entre escombros. Sus abuelos le contaron la historia: estuvo enterrada nueve días, su madre no sobrevivió. Ella no recuerda nada, pero las cicatrices en sus brazos son la memoria inscrita en su piel: la forma brutal en que el mundo le dio la bienvenida.

Una recién casada del edificio Nuevo León, en Tlatelolco. El mismo que ya mostraba daños, que supuestamente había sido revisado, maquillado con una mano de gato para aparentar refuerzo, y por el que nunca hubo un solo culpable. Ella pasó cinco días en la penumbra, atrapada entre varillas y lápidas, empapada por lo que, cuenta, creyó agua tibia y después supo que era la sangre de su esposo. Nos narraba la sensación de volver a ver el cielo azul, desde el carrito eléctrico en el que se mueve desde entonces.

Los superhéroes llamados “Topos”; los Scouts con uniforme y pañoleta; un médico del Hospital Juárez y el hijo de otro que dejó ahí su vida; héroes anónimos que arriesgaron la suya para salvar la de otro.

Y tres jóvenes que aún no habían nacido: Daniel Gallardo, de 31 años; David Valdez, de 21; y Axel Garfias, de 17. Ellos no se conformaron con los relatos fragmentados. Investigaron durante muchos años, recopilaron actas, documentos, fotografías, testimonios, develaron mitos, recalcularon números y recuperaron los nombres de las víctimas en una lista “para honrarlos y recordarnos que detrás de cada cifra hubo una vida, una familia, un lugar vacío que aún duele”. Reconstruyeron la memoria de escuelas, hospitales, oficinas, viviendas, edificios que, de otra manera, habrían quedado en el olvido. Con todo ello armaron el libro “Lo que el terremoto se llevó: un trágico despertar”, una exhaustiva compilación sobre aquel 19 de septiembre. En él cuentan cómo era el país y cómo se transformó en un instante. Es la memoria de un día que reveló de qué somos capaces los habitantes del entonces Distrito Federal: resistir, reconstruir, tender la mano a los nuestros… y también a los demás.

Ahí estábamos todos, bajo el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, que Diego Rivera pintó en 1947, dentro de un museo erigido en el antiguo estacionamiento del Hotel Regis: ese que pasó de ser símbolo de grandeza a emblema de tragedia. Honrando, recordando, todos conmovidos. Todos, menos una figura al centro de la pared de quince metros: la Catrina, con su eterna e irónica sonrisa.

Un reconocimiento a Daniel, David y Axel por su empeño en rescatar las páginas ocultas de nuestra historia, por transmitirla a quienes no la vivieron, y por recordarnos con su trabajo que la vida es frágil y que la solidaridad está ahí, duerme debajo de los días, de los riesgos invisibles pero siempre presentes; y no, no debería esperar al estruendo del desastre para despertar.