OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Hermanos

Ahí estamos: cada uno con su familia, con la historia compartida y la que cada quién ha ido armando, hablando de nuestros sueños de antes y contando los de ahora.

Compartimos más que apellidos y sangre, mucho más.
Compartimos más que apellidos y sangre, mucho más.Créditos: Leticia González
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Imposible recordarlo, pero un buen día supe que un hermano venía en camino.

Así que un intruso se instalaría en mi espacio físico y emocional para siempre. Supongo que intenté sacar alguna ventaja a la noticia: me cuentan que aprendí a echarle la culpa de todo, en mi media lengua, incluso antes de que naciera.

Los primeros años nos trajeron vestidos haciendo juego: yo con falda, él con pantalón corto… hasta que uno -creo que él- empezó a protestar.

Y cuando apenas empezábamos a encontrar equilibrio, llegó el tercero y último: el consentido.

Compartimos más que apellidos y sangre, mucho más.

Lo que suelen compartir los hermanos: navidades, vacaciones, cumpleaños, primeros días de clases. Pero tanto más.

El cuarto de hospital cuando nos quitaron las amígdalas; y los días de encierro con varicela, cubiertos con aquella pomada color carne para evitar las marcas.

Y las mañanas de domingo en la sala, turnándonos para leer los monitos del Excélsior y peleando por el derecho a leer primero el cuento recién comprado de Archie, el tesoro más codiciado.

Y los largos días de vacaciones, entre juegos y retos nacidos de tener tiempo de sobra y ganas de hacer algo divertido, que rozaban el límite unos de lo legal y otros de lo mínimamente seguro.

El fastidio de las clases de guitarra y las carreras, discusiones y azotones de puertas para no ser el primero en pasar con el maestro, a quien alguna lejanísima e insignificante semejanza con un topo lo rebautizó para siempre, y que, reflexionamos años después, seguro escuchaba los jaloneos y “¡Te toca! ¡No, ayer fui yo! ¡Zafo!” con toda claridad desde la sala, mientras hacía como que afinaba sus cuerdas por enésima vez.

El bochorno de las clases de órgano en la Sala Yamaha, con sus paredes de cristal, una especie de zoológico que nos exhibía al paso de cualquiera, incluidos compañeros de escuela que no perdían la oportunidad para disfrutar el espectáculo.

Los mismos padres, claro, pero en sus diferentes épocas; distintos en su trato con cada uno, pero iguales en lo esencial.

Los mismos abuelos y su magia, con sus días de campo en Chapultepec, su entusiasmo por llevarnos a ver desfiles y aquellas visitas a la Alameda -tan lejana aún a la invasión de puestos ambulantes- para tomarnos la foto con los Reyes Magos.

Tíos y primos que repiten las anécdotas de siempre acompañadas por las risas de siempre, más fuertes que si las escucháramos por primera vez.

Viajes por carretera en la nave del olvido, aquel coche legendario en el que dibujábamos rayas imaginarias sobre el asiento para que ninguno invadiera el territorio del otro.

El boxer que no sobrevivió. El cocker que se lanzó desde la azotea y resistió. El pastor alemán que escondía la cabeza bajo una silla cada vez que tronaban cohetes o relámpagos y que decía tanto con su expresión, que poco le faltaba para hablar.

Yo conocía bien sus escondites, con bolsas de dulces traídas desde Estados Unidos o fajos de estampas de futbol americano que al reverso armaban un póster de los Ángeles de Charlie.

Conocía también su letra en las primeras cartas a Santa Claus. Y sus sueños: uno quería ser inventor; el otro, doctor-bombero-policía.

Puse a sus superhéroes a ser novios improvisados de mis Barbies. Sus piernas fueron postes obligados para saltar el resorte con alguna amiga.

Parecía que así sería siempre. Éramos ajenos a la veracidad del cliché, pero el tiempo no, y voló. Sin darnos cuenta, sin intentarlo, sin pensarlo, quién sabe cómo, nos estábamos convirtiendo en incondicionales.

Estos recuerdos y más se agolparon en un momento al enterarme de que esta semana se celebraba el Día del Hermano. Algunos lo festejamos sin día oficial cada vez que se puede, cada vez que la familia se agranda alrededor de una mesa, con un vino -o varios-, y una guitarra.

Ahí estamos: cada uno con su familia, con la historia compartida y la que cada quién ha ido armando, hablando de nuestros sueños de antes y contando los de ahora, platicando de cosas de grandes y otras de cuando éramos chicos, cantando, riéndonos, recordando. Comparando cómo vivió cada uno lo que vivimos juntos. Contándoles a los hijos historias que en ese entonces parecían cotidianas y ahora nos damos cuenta de lo únicas, lo cruciales que fueron; descubriendo que han oído la narración de las mismas aventuras, cada uno en la voz y versión de su papá o mamá.

Nos veo, nos oigo, y somos los mismos. No me cuesta nada vernos y oírnos hace muchos, muchos años, correteándonos, azotando puertas y empujándonos entre carcajadas apenas silenciadas y susurros insistentes mal simulados: “¡Ya baja! ¡Ahí está El Topo esperando desde hace horas! ¡Te toca!”