OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Los señores del Centro

En México el 28 de agosto se conmemora el Día del Adulto Mayor. Un esfuerzo oficial y optativamente personal por recordar a quien también es parte de este mundo.

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Quedan pocos. En ningún otro sitio los encuentro. Madrugan, más que por disciplina, porque el sueño ya no los visita, o llega, pero se escapa a la primera. El atuendo es uniforme de dignidad: traje con corbata, quizá el único que conservan; zapatos gastados, de agujeta; y unos anteojos con cristales empañados. Algunos no perdonan el sombrero, otros se medio tiñen el pelo de un tono naranjoso o indefinido. Llevan el dorso de las manos manchado por el tiempo. Se apoyan en un bastón, que en esta temporada sustituyen por paraguas. En el bolsillo llevan unas llaves, una billetera raída con un par de billetes, uno de los cuales es, a veces, un recuerdo; una foto tamaño infantil tras una mica, y la credencial que acredita su edad y de pronto les consigue algún descuento.

Con pasos cansados se dirigen al puesto de periódicos, donde les tienen el suyo apartado desde que llegó, temprano. A las 7 en punto, a veces antes, llegan al Café La Blanca, al Sanborns de los Azulejos o a algún otro, más pequeño, más anónimo e igual de cotidiano. Se acomodan en la barra, territorio de solitarios, en el mismo lugar de siempre, que a esa hora es suyo y de nadie más, dueños sin título y por derecho propio de un asiento, aunque no vaya a haber nunca una placa que diga: “El señor tal fue visitante frecuente de este lugar, pedía un café y se sentaba en esta mesa, donde pasaba horas generalmente solo”, como la de Rulfo en el Madoka de Guadalajara, ni vayan a bautizar una esquina de la cafetería con su nombre, como el rincón de Antonio Machado en el Café Comercial de Madrid. No importa; son, por un par de horas al día y por años, lo sepa o lo ignore quien lo sepa o lo ignore, tan dueños de ese asiento como de los aromas, el ajetreo y los sonidos que lo rodean, música de fondo del inicio de cada una de sus idénticas mañanas.

Se saludan con la mirada, tan fieles a la cordialidad como a la cortés distancia. Extienden las páginas del diario con parsimonia, como si desplegaran el mapa de un mundo lejano, o cercano, pero del que han sido desalojados. No necesitan pedir un café ni aclarar si será lechero o cortado, o si se acompañará de pan dulce: la mesera -una de las pocas personas que aún los llama por su nombre y los redime de la invisibilidad- conoce sus preferencias, sus manías, su pan predilecto, que siempre les guarda, su sabor preferido de mermelada, y sabe con certeza si les duele la rodilla, la espalda o el alma.

Tras ocupar afanosamente dos o tres horas en algo muy cercano a no hacer nada salen a la calle, esquivando al vagabundo que eligió el suelo de esa esquina como domicilio principal. Este, medio tapado bajo un plástico que nadie sabe qué fue antes, inhala de un trapo algo que, dicen, hace como si quitara el frío y espantara el hambre. A su lado, un perro impresentable cree, en su limitada mente animal, que es el vagabundo quien le hace compañía a él.

Se encaminan al expendio de lotería. Sacan un billete arrugado que venían acariciando dentro del bolsillo del saco y lo cotejan con los números impresos en las sábanas colgantes. Hacen primero como si se desconcertaran y después como si se decepcionaran. Murmuran entre dientes “la otra semana”, o algo igual. 

Entran a la iglesia -San Francisco o La Profesa-. Se persignan, buscan siempre la misma banca, se arrodillan un rato, se sientan un rato y se vuelven a arrodillar. Susurran, casi tatarean, oraciones aprendidas en la infancia, o versiones anteriores de oraciones que han sido actualizadas. Sienten que le han dado utilidad a unos minutos más del día.

De allí pasan a la panadería: La Vasconia o La Ideal. Un par de bolillos y un polvorón y algunos días una chilindrina. Si el clima lo permite, una banca en La Alameda, en la cada vez más estrecha zona franca libre de ambulantes. Desde ahí ven pasar a los nuevos habitantes: muchachos tatuados, con el pelo pintado, expertos en andar sin tropezar mientras miran el celular. Hacen como si no notaran a los adolescentes que se besan descaradamente a su lado. Miran a la gente y sin proponérselo clasifican en forma automática a los que consideran indecentes, mal educados o descorteses. La indiferencia evidente de algunos por el mundo que les rodea les parece insolencia, altanería o peor, desprecio.

Se acerca un bolero, contento de hallar un par de zapatos en estos tiempos en que busca la supervivencia ofreciendo limpiar tenis.

El cilindrero arranca La historia de un amor. Ellos reaccionan a la canción y levantan la mirada o la bajan, dependiendo de la historia, mientras evocan a alguien que, como todos a quienes se evoca, ya no está.

Finalmente, llevando su periódico leído y mal reacomodado bajo el brazo, la bolsa de pan y los zapatos con sus grietas recién lustradas, desaparecen entre el trajín de gente, coches, bocinas, gritos, diablitos y bicitaxis eléctricos, por alguna calle que los devuelva a de donde sea que vengan, a donde sea que habiten, a donde alguien o nadie los espere, a la compañía o a la soledad. Hace tiempo que aprendieron a fungir como compañeros de sí mismos, padres de sí mismos, hijos, amigos, enemigos, enfermeros y cuidadores de sí mismos.

Al día siguiente repetirán la rutina idéntica como un deber, como una coreografía, como una manda, con las grandes y pequeñas esperanzas intactas. Quizá hoy, por fin, le peguen a la lotería; tal vez los atienda la señorita amable y paciente en la panadería; ojalá hoy tampoco llueva.

En México el 28 de agosto se conmemora el Día del Adulto Mayor. Una fecha para honrar. Un esfuerzo oficial y optativamente personal por recordar a quien también es parte de este mundo, aunque sea fácil no verlo; que está presente, aunque no haga ruido; que también vale, y mucho; que, aunque a veces parezca que no, también existe.