En los años cIincuenta, un niño tomaba solo y sin miedo el camión Juarez-Loreto para ir al cine Orfeón, al Centro. O caminaba una cuadra hasta el cine Ariel, o el Polanco, con sus tres mil butacas. Eran tiempos de matinés y permanencia voluntaria.
El niño no imaginaba que tres décadas después le contaría a otros tres niños su infancia en una ciudad casi borrada bajo el tráfico y ajetreo de nuestras calles. Les hablaría también del origen del grito “¡cácaro!”:
- El encargado del proyector tenía el rostro marcado por la viruela. Después de ver la misma película una y otra vez, se quedaba dormido en su silla, allá en lo alto, en su cabina. Cuando la cinta se zafaba -cosa frecuente- y la sala quedaba a obscuras, los chamacos le gritaban por su apodo para que despertara y devolviera el carrete al cauce.
En los sesenta, una joven con tacones y medias pasó casi tres horas sentada en las escaleras del cine Manacar viendo “La novicia rebelde”, que permaneció un año en cartelera. No era la única sin asiento. Entre el gentío, el vendedor de dulces, con su canasta, se abría paso anunciando a toda voz muéganos, pistaches, palomitas, gaznates. Ella recuerda otros cines de aquella época: el Roble -“era precioso”-, el Alameda, el Diana, el Encanto, el Ópera.
-El teatro Metropóolitan antes fue cine. En el Paseo ponían películas francesas prohibidas; en el Versalles, cine de arte; y en el Bella Época, clásicos como “Casablanca”. Había también un autocinema: en una ventanilla colocaban una charola con hamburguesas y malteadas; en la otra, la bocina.
Tiempo después, la misma joven revisaba la cartelera en el Excélsior y llevaba a sus hijos al cine Pedregal 70. Antes de la función pasaban un noticiero. En una de esas, el ataque a toda pantalla de un tiburón que hoy es difícil creer que le haya parecido real a alguien, despertó con gran susto al menor, que dormía en sus brazos.
Un niño veía “La palomilla al rescate” sentado en el filo de su butaca cerrada -truco para ganar altura cuando un grandulón se sentaba adelante-. A la salida se quedó rezagado viendo, fascinado, los carteles de las próximas películas. Al llegar a la casa, la madre lo buscó entre un niñerío alborotado dentro de una enorme camioneta, convencida de que jugaba a esconderse. Esa misma camioneta voló por el Periférico, como se podía en ese entonces, hasta el cine Imán Pirámide -hoy Sala Ollin Yoliztli- para encontrarlo en la explanada vacía, ahí en la puerta, junto a un policía que, ya curtido en esas, le había dicho: “si se fueron sin ti, van a regresar por ti”.
Una niña, tras una cita con el dentista para retirar unos dientes de leche y abrir paso a los que vienen, es llevada por su abuela al cine Latino a ver “La dama y el vagabundo”. La emoción empezó con los títulos sobre el telón abriéndose. Al final, con las luces encendidas, la abuela exclamó: ¡Virgen Santa! La niña, asustada, no sabía que entre la extracción de dientes, la anestesia, su manía por chuparse el pulgar y la obscuridad, su vestido había quedado teñido de rojo sangre.
-Nada, mijita, no pasa nada. Mañana iremos por un vestido nuevo.
Otros cines de nuestra infancia y adolescencia fueron el Continental, con su fachada de castillo; el Dorado 70 y los Multicinemas de Plaza Universidad; las salas Fellini y López Velarde; la Linterna Mágica.
A esos nos fuimos de pinta, en esos corrimos por los pasillos como si fuera el patio de la escuela cuando fuimos en grupo a ver una película que resultó mala. En esos fumamos el primer o segundo cigarro, intentando evitar que se notara la brasa encendida, para que no se detectara desde la cabina. En esos conocimos a gente de otras escuelas. En esos aventamos palomitas a los amigos de 4 filas adelante -conducta que hoy nos parece inaceptable-. No existían cámaras de vigilancia ni nada parecido.
Los otros solo los conocimos de oídas, y eso porque los anunciaban en la radio con una voz que decía con prisa: “… véala en Lindavista, Palacio Chino, Hollywood, La Raza y varios más”.
Hoy le contamos a los hijos, que escuchan incrédulos, como si se les hablara de la Edad Media, que no había butacas asignadas, así que la gente entraba corriendo a la sala en cuanto se abría la puerta para ganar un buen lugar; que mientras hubiera gente formada, se seguían vendiendo entradas, por lo que a nadie le sorprendía que en una buena función y en un buen horario hubiera gente sentada en los pasillos y las escaleras. Que había intermedio, a veces en lo más interesante de la película. Que la imagen y el audio se reproducían por separado, así que a veces se desincronizaban y la voz de la protagonista sonaba cuando se suponía que estaba hablando el malo. Y que las salas no se limpiaban hasta terminar el día, así que no era extraño que al terminar la película los tenis estuvieran pegados al suelo, por la combinación de varios refrescos que se habían caído entre función y función.
Al contarlo, también a nosotros nos termina pareciendo la Edad Media. Sí era: la nuestra.
Hoy el cine es otra cosa: ordenado, ventilado, con posibilidad de elegir los asientos en línea y asistir a salas VIP con asientos reclinables por botones, servicio de sushi y martinis al lugar. Ya no hay vendedores con canasta en los pasillos, ni muéganos ni gaznates, ni cácaros, ni intermedios, ni telones de terciopelo, a menos que sean simulados, solo de adorno. Pero, con todos los cambios de formato y era, el deseo de escapar del mundo un rato para que nos cuenten un cuento y dejarnos emocionar sigue intacto.
Hoy, en México, es el Día del Cine: la vida, decía Hitchcock, sin las partes aburridas.
