Fue construida en 1952 en la Del Valle, esa colonia tradicional y conservadora -vaya ironía- que se consolidó en el Distrito Federal del siglo pasado.
Alguna vez le preguntaron a Buñuel si le gustaría que una calle, por ejemplo, la suya, llevara su nombre.
-De ninguna manera-, respondió tajante. -Bueno, quizá habría una…- dijo, alzando sus ojos verdes saltones y subrayando el cielo: -no estaría mal, Avenida Luis Buñuel y al lado una nota aclaratoria: “antes, Paseo de la Reforma”-.
Solía decir las cosas no serias con una seriedad que destanteaba.
Al abrirse el portón gris aparece una casa que mezcla ladrillo rojo y piedra volcánica. Unos muros evocan la Residencia de Estudiantes de Madrid en la que, siendo muchacho, se hizo amigo de Lorca y de Dalí, y donde dejó enterrado su sueño de ser boxeador. Los otros muros, los de piedra negra, por amor a México: el país que lo adoptó tras su exilio de la guerra y su expulsión de Estados Unidos por “sospechoso de comunismo”.
Al entrar, a la derecha, está el bar: el corazón de la casa, “un lugar de meditación y recogimiento, sin el cual la vida es inconcebible”. Permanece en una media penumbra perpetua, gracias a las persianas horizontales que filtran la luz y recrean la ambigua hora del crepúsculo, entre chien et loup. Las paredes, sobrias antes de que se inventara el minimalismo, apenas sostienen un mapa del metro de París, recuerdo de sus años allá y tal vez diploma por haberlo comprendido. De una columna cuelga un retrato que le pintó Dalí antes de que se distanciaran.
Hay una sala estilo colonial con sillones de antebrazos de madera; un refrigerador con aceitunas y champaña; un mueble con copas y utensilios para preparar su martini diario -el célebre Buñueloni-, y una chimenea porque el fuego, decía, hipnotiza.
Jeanne, su esposa, le avisaba que habían llegado visitas con un chiflido agudo. Él bajaba la escalera refunfuñando: “¡Que no estoy sordo, mujer!”. Sí lo estaba, sin embargo. O casi. Usaba un aparato que, según cuentan, se quitaba en medio de las conversaciones que no le interesaban.
Imaginé a don Luis en sus tertulias, rodeado de cineastas de aquí y allá, en discusiones acaloradas salpicadas de carcajadas, envueltos en una nube de humo: Luis Alcoriza, Alberto Isaac. Su inseparable amigo, el padre Julián. Tal vez Fuentes, Gabo, Gironella, Paz. Hablaban más de la vida que de libretos, de sus misterios, de su final.
-Cuando muera, si Dios existe, le pediré perdón por no haber creído en él. Y si no existe, ¡no habrá problema!
Le divertía escandalizar proclamándose ateo “por gracia de Dios”, aunque cada Viernes Santo, al oír los tambores que anunciaban “la rompida de la hora” en su tierra de Calanda, volvía a estremecerse como cuando era niño.
Sobre una mesita reposa un teléfono rojo de disco, que sonaba si alguien marcaba el 5 75 61 25. Al primer timbrazo ladraba León, su perro. No fue nombrado así por choteo a su talla ratonera, sino por Tolstói.
Junto a ceniceros a tope y un encendedor de gasolina yace un periódico amarillento, Cine Mundial, fechado hace medio siglo. En él, una entrevista donde Buñuel enumera los cuatro jinetes del Apocalipsis de entonces: la explosión demográfica, la contaminación, la ciencia (piensa en armas nucleares) y la información… o mejor dicho, la sobreinformación.
Entonces recuerdo el final de sus memorias donde dice que le gustaría levantarse de entre los muertos cada diez años y comprar los periódicos en algún quiosco, solo para confirmar que el mundo sigue siendo un caos.
Me despido de esa casa que recorrí, aunque tuve que conformarme con hacerlo en la imaginación -bendita guarida-, porque si uno busca en la red “Museo Casa Luis Buñuel”, aparece una leyenda que, escueta, desmotiva: permanentemente cerrado.
Don Luis, a 42 años de tu partida: por tus atrevimientos, tu mirada mordaz imposible de imitar, tu sensibilidad y tus espejos -que son los nuestros y permanecen intactos- te enterarás también de que no te hemos olvidado.
