Hoy fui al cine y, al mirar la cartelera, no lo podía creer. ¡¿Era un ave?! ¡¿Era un avión?! ¡No! ¡Era mi dinero volando al comprar palomitas de maíz a un precio exorbitante! Luego de recuperar el aliento y dejar de pensar en mi historial crediticio, me metí a la sala a ver una de las películas del momento: ¡Superman!
No voy a contarles en detalle de qué trata la película. Para eso, los exhorto a ir al cine y verla, ya que sin su apoyo, los pobres ejecutivos de Hollywood podrían quedarse sin casa en Malibú. Pero sí quiero hablarles un poco sobre lo que significa Superman, no sólo para el público estadounidense, sino para el mundo entero.
Viajemos al año 1933. Cuatro años después del crack bursátil de Nueva York y el mismo año en que un bigotón siniestro fue nombrado canciller de Alemania. El panorama no era alentador. En ese contexto, Jerry Siegel y Joe Shuster —inspirados por los personajes de las revistas pulp— crearon a un villano calvo con ansias de dominar al mundo, protagonista de la historia corta El Reinado del Superhombre. Poco después, adaptaron al personaje, alejándolo del formato de ciencia ficción oscura y acercándolo al género de aventuras. Así nació el prototipo del héroe que hoy conocemos. Tras cinco años de intentos infructuosos por publicarlo, Superman apareció finalmente en la portada del Action Comics #1, en 1938. El resto es historia.
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Se dice que la inspiración central de Superman proviene de figuras mitológicas. Podemos pensar en la fuerza sobrehumana de Hércules, la velocidad de Hermes, pero también en personajes bíblicos como Sansón y, sobre todo, Moisés. Ambos —Moisés y Superman— son colocados a la deriva por sus padres con la esperanza de que encuentren un lugar más seguro: la destrucción de Krypton se convierte así en una analogía del asesinato de los primogénitos hebreos. Ya en su nueva vida, los dos crecen con los valores inculcados por su familia adoptiva, hasta que descubren su verdadero origen y deciden luchar por el bien común y la liberación del oprimido.
Este mensaje contrastaba radicalmente con los acontecimientos del mundo en ese momento. El auge del nacionalsocialismo y la persistente discriminación dentro de la sociedad estadounidense hicieron surgir la necesidad de un héroe que no se guiara por la fuerza ni el interés propio, sino que encarnara ideales éticos. Superman no sólo respondía a ese deseo: representaba al oprimido y ofrecía esperanza al marginado. Más que una simple herramienta propagandística —que, en última instancia, sí lo fue—, Superman se enfrentaba a totalitarismos y tiranos para presentar un futuro nuevo y luminoso.
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Como se dice en un famoso diálogo de una película de Tarantino, Superman y su alter ego Clark Kent no representan la historia de un hombre que se convierte en dios —como ocurre con la mayoría de los superhéroes, véase la reciente película de los Cuatro Fantásticos—. Es, más bien, la historia de un ser casi omnipotente que quiere ser humano, que desea vivir entre nosotros y está dispuesto a protegernos.
Ante el mundo de hoy, no queda más que mirar al cielo y conservar la esperanza de ver a un señor con los calzoncillos por fuera volando al rescate
(Emilio Montes de Oca y Hécto Zagal, coautores de este artículo, conducen el programa de radio “El Banquete del Dr. Zagal” en MVS 102.5)
