Hacía mucho que no tocaba un timbre. Supongo que es porque ahora todo se avisa por celular: llego en dos, ya sal, ya llegué, y listo. Y creo que jamás había tocado diez timbres alineados uno bajo otro. No había interfón, no existía cuando instalaron esa caja de botones, ya desgastados por tanto uso, por tantos dedos. Esperaba sin demasiado optimismo frente a un portón, intentando espiar por alguna rendija.
Estaba a punto de irme cuando la puerta se entreabrió.
— Hola, disculpe… me presento. Aquí vivió mi madre cuando era niña, y me encantaría asomarme, aunque sea al patio.
El sonido de una cadena al soltarse me llenó de emoción. Crucé el umbral mientras señalaba al fondo:
—Allá… la última casa de la derecha.
Y justo allá apareció un muchacho. Le hice señas con los brazos y me dirigí hacia él. Mientras me acercaba imaginaba a mi mamá en triciclo, luego en patines, en bicicleta… o echando carreras sobre esos adoquines deslavados.
Al final del andador estaba la fuente de la que tanto me habló, y en lo alto del muro, tallado en piedra, el año de construcción: 1924. No sin escalofríos, crucé los dos mismos peldaños por los que entraron y salieron la niña que después sería mi mamá, su hermano, mis abuelos, cada día, una y otra vez. A la derecha, la sala donde llegó la primera televisión de la privada: ahí se reunía el niñerío a ver El club del hogar, o un programa de Tin Tán, cada uno con un Tín Larín que mi abuelo compraba para ellos al salir del trabajo, para que el chocolate que se comieran fuera de la misma marca que patrocinaba los programas que veían. Eran principios de los cincuenta.
A la izquierda, el espacio donde merendaban leche con pan dulce. Recreé en mi mente el comedor con mantel tejido a gancho, el gobelino de La Última Cena, y el frutero lleno de manzanas, nueces, y uvas de plástico: las de un racimo artificial verdes, las de otro moradas. Al fondo, la cocina. Casi pude ver a mi abuela poniendo a hervir la leche en la estufa.
Subí por la estrecha escalera de madera imaginando a mi mamá con su uniforme azul marino de cuello blanco y moño rojo. Me topé con un pequeño vitral en un rincón donde mi abuela alguna vez acomodó su máquina de coser. A la derecha, la recámara principal, donde imaginé la cama bajo un crucifijo, la colcha a juego con las cortinas, una cómoda con espejo y sobre ella un cepillo de mango cromado, que aún conservo.
A la izquierda, la recámara que fue de mi madre, con el piso de duela ya gastada y su balcón con balaustrada. Ahí habrá estado su tocador, sus muñecas, y las paredes tapizadas color de rosa. Más allá, la habitación de su hermano, iluminada por un tragaluz a mitad del techo altísimo, que también habrá iluminado su balón de gajos cosido a mano, como se fabricaban entonces, y sus soldaditos de plomo acomodados por batallones frente a frente, listos para una batalla que se libraría a canicazos lanzados por ese hombre que hoy es mayor, cuando tenía dedos de niño.
Todo, aunque ya no estuviera, seguía ahí.
Hoy ya no vive ahí una familia, sino tres roomies: dos mexicanos y una chica extranjera que no habla español. Y el ocupante de una carriola: un perro mimado. En las habitaciones, colchones en el piso comparten espacio con mesas de trabajo. En la cocina, empaques de comida pedida por aplicación y botellas de cerveza vacías. Suena reguetón y huele a marihuana.
Los tiempos cambian, las cosas se van. Pero unas, aunque se hayan ido, a los ojos de quien las busca, por unos instantes vuelven a ocupar su lugar.
