Hemos pasado a primero de primaria. Ya somos grandes. Finalmente cargamos una mochila, tenemos cada vez mejor letra, empezamos a sumar y restar con ayuda de los dedos, y algo entendemos de Plaza Sésamo en inglés.
Cada fin de mes, cuando entregan las boletas para que los padres las firmen en casa, el niño del último pupitre —el que está junto a la ventana, desde donde se ve la montaña del Ajusco— baja la cabeza y la esconde entre los brazos cruzados sobre el escritorio. Solo se le ve el pelo negro alborotado y las orejas encendidas.
Alguien da la alerta: otra vez está llorando.
Nos acercamos hasta rodearlo.
—¡Mariquita! ¡Chillón!
—No puede ser que llore por eso, ¿no entiende que no siempre se puede sacar puro diez?
Nos reímos. Lo imitamos y cantamos a coro el comercial de la muñeca Lagrimitas.
—Ya crece, ¡pareces niña!
Él, inmóvil, no levanta la cara.
Ahora estamos en preparatoria.
Él se queda al final de la clase para hablar con el profesor. Suplica, inútilmente, por unas décimas que cambien el número. Desde afuera pegamos la cara al cristal polarizado para no perdernos esa escena tantas veces repetida.
Sale el maestro con los exámenes bajo el brazo, rayados en rojo.
Él se queda adentro, quieto en una silla, sus casi dos metros encogidos, la mirada fija en el pizarrón. Sabe que lo observamos. Aprieta la quijada. Intenta —en vano— contener las lágrimas.
Así permanece durante todo el recreo en el salón vacío.
Ya no nos burlamos en voz alta. Solo murmuramos a sus espaldas, sin entender su obsesión por esos malditos dieces.
—Ya, ya, es solo un número —le dice alguno, dándole una palmada en la espalda—. No seas ambicioso, no pasa nada.
Él no responde. No dice una palabra.
Ha pasado medio siglo desde aquel niño al que, una vez al mes, se le encendían las orejas y se ponían rojas.
En una reunión de la generación, alguien recuerda la escena.
—Su padre era militar, durísimo—, comenta otro. —No se imaginan cómo le iba en su casa—.
Ahora somos nosotros los que nos quedamos mudos, apenados, con ganas de llorar.
Hoy puede visitarse en el Museo de la Memoria y la Tolerancia la exposición temporal Infancias en Silencio: un laberinto de espejos en que se reflejan cifras e imágenes dolorosas sobre la violencia contra la niñez en México. Datos como el que señala que 6 de cada 10 padres mexicanos sufrieron maltrato físico o emocional, y que muchos lo repiten por un fenómeno llamado transmisión generacional.
Se trata de un recorrido por diferentes realidades inaceptables, inadmisibles, desde golpes, humillaciones, acoso y violencia sexual, hasta la trata y explotación que llevan a niños y adolescentes a cometer delitos, primero insignificantes, después no tanto y finalmente graves. La exposición nos abre los ojos a través de terminología actual, descripción de patrones de conducta, formas de prevención, señales de alerta, y acciones curativas, todo adaptado a estos tiempos digitales.
Deja claro que cuando un niño es víctima de abuso no solo sufre afectaciones, heridas, angustia, sino que su infancia completa se rompe y se termina perdiendo. Y que cuando, por fin, a la distancia del tiempo logra observarlo y hablarlo —por muchos años que hayan pasado— comienza a sanar.
Que sí hay manera de renunciar a la herencia de patrones de conducta indeseados, de crear realidades distintas, de volver a empezar.
