OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

La vecindad

Hace unos días, mientras la ciudad aún dormía, mi amiga y yo conversábamos de todo y nada mientras nos dirigíamos al Archivo Histórico de la Ciudad.

Se puede caminar por las calles del Centro Histórico con un destino en mente.
Se puede caminar por las calles del Centro Histórico con un destino en mente.Créditos: Leticia González Montes de Oca
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Se puede caminar por las calles del Centro Histórico con un destino en mente. Lo difícil es seguir la ruta de un tirón, sin desviarse cada vez que algo atrapa la atención por inesperado, insólito o mágico. Así en el Centro surrealista, como en la vida misma.

Hace unos días, mientras la ciudad aún dormía —incluidos los “maestros” en sus tiendas de campaña apiñadas en el Zócalo—, mi amiga y yo conversábamos de todo y nada mientras nos dirigíamos al Archivo Histórico de la Ciudad, donde se exhibe la majestuosa y abollada cabeza dorada del Ángel de la Independencia, caída desde las alturas en el temblor del 57.

Al final del Portal de los Evangelistas, en la Plaza de Santo Domingo, doblando a la derecha, un portón antiguo, carcomido y abierto en par, nos revelaba una postal urbana: penumbra envolviendo arcos y columnas de aire romano asfixiadas por una maraña imposible de cablerío, y al fondo, resaltando de un muro que alguna vez fue verde o azul, la imagen inconfundible de la Guadalupana. Nos detuvimos a tomar una foto y pensé en asomarme, aunque fuera un poco, pero no estaba segura de que a mi amiga le parecería bien la idea. Al ver su expresión fue evidente que pensaba lo mismo y se preguntaba lo mismo. Dios las hace…

Avanzamos apenas unos metros cuando dos siluetas nos salieron al paso: unos muchachitos recién bañados y arreglados, con el pelo entre húmedo y engominado, vestidos de negro absoluto y en edad de creerse amos del mundo, nos saludaron con desparpajo:

— Pasen, no pasa nada, pueden conocer, suban, adelante.

— Gracias, ¿ustedes saben qué fue este edificio cuando lo construyeron?

No alcanzaron a escuchar, tendrían prisa por pisar las calles de domingo.

Esa venia infantil fue la señal que necesitábamos para atrevernos a mirar de cerca las ruinas de aquel paraíso remoto. Atravesamos el patio solitario, sorteando un enjambre de motocicletas en tregua, cajas de arena para gato, charcos y coladeras sin tapa. Llegamos hasta la Virgen, que en realidad eran dos -será que a veces una sola no basta-, flanqueada por arreglos florales ya marchitos acomodados en el suelo, junto a escobas, cubetas y telarañas.

Subimos por una escalera de piedra gastada, con restos de azulejos de talavera y medio barandal arrancado. MOTHER FUCKER, había escrito alguno bajo el trazo torcido de un corazón. Un trozo de papel pegado con diurex sobre la pared mugrienta decía con plumón: interior 7, baños y regaderas.

Recorrimos en silencio el largo balcón del primer piso entre macetas con plantas muertas, trebejos, el sonido ininteligible de un radio viejo, y ese olor a colonia barata del amanecer del que habla Sabina, acá mezclado con gasolina. Quiénes roncaban, crudeaban o nos espiaban tras las cortinas raídas es cosa que no se sabe.

Entre nuestros ojos y las nubes grises, los tendederos: una playera de los Pumas, pantalones de mezclilla con el revés hacia afuera, sudaderas con capucha y mil calcetines flotando. Cuántas leyendas cabrían en ese espacio que fue casona, o palacio, ahora al borde del colapso.

Al salir, una placa en la fachada de tezontle como respuesta:

1875. Academia de la Lengua.

Así que aquí se reunían hombres estudiosos hace siglo y medio, antes de la llegada de los focos, entre estos muros de arquitectura soberbia. Antes conversaciones instruidas donde ahora macetas rotas, cables inútiles y trapeadores estropeados; académicos distinguidos firmando actas bajo el mismo techo, ahora agrietado, del rincón húmedo en que algún urbano anónimo lucha por maldormir otro poco.

Por la noche tecleé para saber más sobre la historia del lugar: República de Cuba 86, CDMX, suponiendo hallar un listado de nombres ilustres. El domicilio apareció a la primera, pero el resultado fue distinto, opuesto al esperado: búnker de La Unión Tepito, guarida de extorsionadores, bodega de droga; en la azotea ocultan a secuestrados. En tiempos de pandemia torturaron y descuartizaron a dos niños. Los sacaron en fragmentos la madrugada del día de brujas, dentro de cajas de plástico rodadas por un diablito.

A dos niños.

Y entre la pantalla y mi boca apretada apareció la imagen de aquellos chamacos recién bañados, emperifollados, de infancia robada, que desde las sombras animaron a un par de incautas a adentrarse al ombligo del ombligo de la luna, donde, aseguran, no pasa nada.