En esta Semana Santa recordé la de 2023. En abril de ese año llegamos por barco a Haifa, con el tiempo apretado para una visita relámpago. El recorrido inició en un mirador. Desde las alturas se apreciaba el valle como maqueta: del lado derecho, el área musulmana, árida e incómoda; a la izquierda, arbolada y moderna, la judía. Al centro, amurallada, la ciudad vieja, que parecía estarnos esperando. Pregunté al guía si por esos días se percibía riesgo de violencia. Por su tranquilidad, dijo, prefiero no responder a eso.
Llevaba en mi mente una idea concebida desde niña, cuando en las clases de catecismo nos hablaban de los lugares icónicos en torno a la crucifixión de Jesús. Cuál sería mi sorpresa, nada coincidía.
Visitamos el sitio donde tuvo lugar la última cena. Arriba, un minarete, porque en un tiempo fue mezquita; en medio, un salón vacío con arcos góticos que nada tenía que ver con la imitación de gobelino inspirado en la pintura de Da Vinci que, en mi infancia, colgaba en el comedor de mis abuelos y en el que Judas atrapaba mi atención -o, más que él, el saco de monedas que delataba su traición-; abajo, la tumba del Rey David, el pastorcito aquel que derrotó a Goliat, y que quién sabe cómo fue a dar a Las Mañanitas.
Imaginé un ambiente con luces y sombras rojizas por fuego de antorchas, tapices en los muros y pisos y, en medio de todo, una mesa larga. Al centro, Jesús, rodeado de sus amigos, explicándoles que se iba pero no se iba, que estaría en el pan y el vino, que esa era y al mismo tiempo no, una despedida.
Pasamos por la zona donde cuentan que talaron el árbol que se transformaría en cruz. Recorrimos la Vía Dolorosa, una estrecha calle repleta de tiendas para turistas que interfieren abruptamente con la devoción. Aunque explicaron que la tierra que el nazareno pisó debía estar siete metros más abajo, lo imaginé arrastrándose por esas baldosas gastadas: descalzo, insultado, flagelado, coronado, sangrado.
Están marcados los sitios de sus caídas, el lugar preciso, aseguraban, en que se encontró con su madre, y el tramo en el que Simón de Cirene lo ayudó a cargar el madero, obligado a latigazos; la sexta estación donde, según la tradición, una mujer compasiva le enjugó el rostro con un pañuelo, quedando estampado su rostro en él.
Entramos al Templo del Sagrado Sepulcro. Un gentío. Una plancha de mármol en tono rojizo recibe a personas de todo el mundo que la rodean, se arrodillan y la besan, frotan contra ella objetos como rosarios y velos para hacerlos benditos, oran en mil lenguas o en silencio; unas se abrazan a la loza, otras solo se toman la foto. Así tenía que ser el sepulcro de Jesús, sencillo, como era él mismo. Que no, que la fila para visitar la tumba queda más allá. Confundida, pregunté a un sacerdote qué era eso entonces. “Es la piedra de la unción, donde le prepararon para el entierro.” Me descubrí la cabeza por un momento y, como todos, repasé mi chalina sobre el mármol.
La fila para el sepulcro verdadero, majestuoso y ornamentado, indicaba una espera estimada de dos horas; no nos alcanzaba el tiempo. Un fraile notó mi frustración y nos guio en sigilo hacia la parte de atrás, un cubículo dorado donde por unos segundos pudimos tocar las piedras que resguardan el espacio, vacío como no puede haber algo más simbólico.
Subimos al Calvario, que no era un monte, como yo pensaba, sino el segundo piso del templo, en donde uno debe hincarse para tocar una roca, el punto exacto donde se dice que estuvo la cruz enclavada. Pensé en Jesús encargándole a su madre a Juan; en los dos ladrones en sus respectivas cruces; en Pedro y Judas y Caifás y Pilatos. En la tierra entera oscurecida por horas y el suelo estremeciéndose; en esa muerte despiadada y esperanzadora que se sigue conmemorando dos milenios después, año tras año; en su mensaje que, con fe o sin ella, permanece vigente, urgente.
El templo entero era un hervidero de gente, un hormiguero revuelto. Nos aseguraron que antes no se llenaba tanto, que nunca había estado así, que pasada la pandemia todo el mundo quiso venir.
Por último, nos esperaba a lo lejos el Muro de las Lamentaciones: lo más impactante del día, o quizás, de mi vida. Hombres y mujeres separados, rezando con la mente, el corazón, la boca y el cuerpo. Nunca, en ningún otro lado, he visto tal fervor al orar que en este lugar sagrado. El viento traía las voces de rabinos con barbas y sombreros de los que se asomaban caireles, de peregrinos de todas partes, de jóvenes y niños, una mezcla de sonidos que, en efecto, asemeja un lamento: por un templo destruido; por los exiliados; por la salud -o su ausencia-; por la paz mundial; por los que más queremos, por los que ya no están. Llevaba listo mi papelito con mi petición, me costó encontrarle un espacio en alguna grieta.
El poco tiempo fue suficiente para constatar que los de aquí y los de allá, en jeans, burka, hábito o sotana, todos tenemos algo que clamar al cielo: agradecer, encomendar, suplicar, expresar una alabanza o pedir un milagro; con una veladora, un canto, una plegaria, o dejando entre piedras milenarias un cuadrito de papel doblado.