MÚSICA

Sabina en Nueva York

No habríamos querido que la noche acabara, dejamos la voz y las palmas, salimos al frío de la noche flotando, entre afectados y desintoxicados, con nuestro morralito de las compritas y mil videítos.

Sabina en concierto.
Sabina en concierto. Créditos: EFE
Escrito en OPINIÓN el

Lo primero que quise fue empacar un sombrero. Llegué al atardecer de una tarde helada. Al encender mi teléfono, apenas aterrizar, me apareció una imagen publicada en su cuenta de Instagram, la Estatua de la Libertad con la leyenda “ya estamos por aquí”. Emoción total; el plural aplicaba, por extensión, también a mí.

Sí, ya estábamos ahí, en la ciudad más mágica de un país últimamente hostil, donde no hay para nosotros mucho de welcome, como nos lo refrendan el tono y los modos de los agentes migratorios, por mucho que el distintivo delator en su uniforme diga: GARCÍA, SALAZAR, o NAVARRO. 

Ahí estábamos cinco mil almas latinas atentos a la cuenta regresiva, con gargantas, aplausos e ilusiones listas e inmunes al frío, hasta que llegó la hora de hermanarnos bajo la marquesina del teatro del Madison Square Garden para tomarnos una foto con una pantalla de fondo que autentificaba el privilegio de tener un lugar en un concierto de la gira final: SOLD OUT.

En la fila para ingresar se oían acentos diferentes y regionalismos, todos preguntándonos de dónde éramos, el gusto ante la respuesta “yo también soy mexicano”, aunque llevara toda una vida, con o sin papeles, en este otro lado. Lástima que ahora los boletos son digitales y no pueden formar parte de aquellas pequeñas cosas que uno guarda en un cajón para algún futuro lejano, o no tanto.

De ahí, a la fila para el mostrador de memorabilia. Un señor que adiviné venezolano intentaba traducir a una rubia platino la frase impresa en una sudadera: MAY THE END OF THE WORLD FIND YOU DANCING. Y ella fruncía el ceño en un esfuerzo no muy útil por comprender la esencia del significado. En esa misma fila infinita escuché a una argentina preguntarse cómo es posible que alguien que ni siquiera sabe que existes sea tan importante en tu vida, al grado de sentir que lo quieres de verdad. Eso mero provoca el flaco.

Créditos: Leticia González

Los souvenirs más caros de mi vida, compras de pánico, ahora o nunca, last call for drinks, compras o adiós. Un LP -o acetato o vinilo- cuando ni tengo tornamesa o tocadiscos, un CD que presiento repetido, imanes como placas de calles: BLVR. DE LOS SUEÑOS ROTOS, y por supuesto, CALLE MELANCOLÍA.

Siguiente fila: la de las bebidas. Una cuba y un gintonic dobles, para que el sentimiento aflore. Todos los que atienden la barra son hispanos en busca del sueño americano.

Finalmente, nuestros benditos asientos. Nuestros vecinos parecían demasiado jóvenes para ser sabineros, unos universitarios ecuatorianos que cantaron todititas, da gusto eso.

De Sabina, nada nuevo. Se caía el teatro con la ovación inicial. Caminó a su banquito, del que no descendió sino para irse a cambiar el saco por una camisa negra de lunares blancos. Anunció que entre el público estaba su hija Carmela, “quien no conocía Nueva York”, con su madre Isabel, acaso la mujer a la que Joaquín le escribió en su día “Nos sobran los motivos”, un poema de despedida que jamás canta. O sería a Paula. Él sabrá, qué más da, porque todos los finales son el mismo, repetido. Que también estaba ahí “el divo de Medellín, el mejor escritor de lengua hispana en la actualidad”, su amigo Juan Gabriel Vázquez, macondiano. “Y me acaban de traer al camerino a un hombre de letras que admiro y a quien no voy a nombrar”, dijo, “aún estoy temblando”. Mi reino por saber de quién estaba hablando.

Nada nuevo, pero todo tan intenso como si lo fuera.

La misma banda (casi), con escarcha en el pelo, salvo Mara Barros, intacta, que cantó coplas con voz de diosa. Él, comentaban todos, cada vez más ronco. Tan joven y tan viejo, cada vez más roto; como seguramente todos nosotros, unos menos, otros más, otros mucho más, nadie mucho menos.

Cantar con Joaquín, llorar con sus letras, no, con la realidad de estárselas oyendo en vivo y en directo; dejar que entre hasta las venas cada uno de sus versos, cada línea, cada palabra surgida a unos pocos metros, desde su mismísimo, ronquísimo pecho. Cantar con él la canción que cantaste a tus 20, la que respiraste a tus 30, la que te pegó, o te acompañó o te salvó a tus 40 en otras ciudades, otras vidas, otros momentos, otras verdades.

Saber que la última sílaba que le escuchas es de verdad la última-última. Saber que su mano, que se mueve despidiéndose, en verdad está diciendo adiós.

No habríamos querido que la noche acabara, dejamos la voz y las palmas, salimos al frío de la noche flotando, entre afectados y desintoxicados, con nuestro morralito de las compritas y mil videítos. Un bistró a falta de Tenampa, nos fuimos desperdigando y perdiéndonos en Manhattan.

Y nos dieron las diez, nada nuevo.

Ojalá, Joaquinito, que volvamos a vernos.

Que seas eterno.

Nada nuevo.