Llega una edad en la que uno regresa de las reuniones de amigos con un listado de recomendaciones, ya no de antros ni de piano bares, sino de series para pasar las tardes. El pasado fin de semana, buscando en la red una de ellas, di con un twitt que me llevó a otra: Adolescencia, una joya, recién estrenada.
Comencé a verla sin saber que no me levantaría del filo del sillón sino cuatro horas más tarde, sintiéndome apaleada, con un hueco oscuro en el alma. Tampoco sabía que en unos cuantos días todo el mundo tendría necesidad de comentarla y recomendarla.
No hablaré de la genialidad de que cada uno de los cuatro capítulos esté grabado en una sola toma, sin cortes ni ediciones, sino de corrido; plano secuencia, se llama. Es decir, 50 minutos de actuaciones sobresalientes sin equivocaciones. No es eso lo más relevante, pero impacta.
Viendo las situaciones de adolescentes actuales que muestra la serie recordé mis años de secundaria, cuando como por arte de magia apareció en una mesita de la casa un libro titulado Todo lo que el adolescente quiere saber sobre sexualidad. Aún lo recuerdo con su portada color naranja. El librito y Miss Judith, una psicóloga que impartía la clase de Desarrollo Humano en la escuela,fueron mis principales fuentes de conocimiento en la materia. En aquellos tiempos, de vez en cuando corría el escandaloso rumor de que entre los niños del salón rolaba un ejemplar de la revista Playboy. No mucho más.
Así fueron nuestros años maravillosos, tan lejanos a la generación de hoy, que aprendió a arrastrar su pequeño dedo índice sobre una pantalla antes siquiera de saber hablar; que pronto aprendió a sortear los controlesparentales en computadoras, teléfonos celulares y redes sociales, herramientas que los padres les facilitamos para que sean felices y se mantengan comunicados, y porque más pronto que tarde nos resulta prácticamente imposible negarles eso que consideran casi como el aire de indispensable.
En la serie, una terapeuta cuestiona al niño protagonista: ¿Por qué tienes una cuenta de Instagram? “¡Cómo por qué, pues… porque la necesitas!”, responde él, desconcertadoante una pregunta que le parece absurda.
Es ahí, en la red, donde los hijos viven de tiempo completo, atrapados en una realidad que nos es ajena, donde los algoritmos y los intereses de captura de audiencia y futuros consumidores sustituyen a libritos, profesores y, en buena medida, a papás, entre códigos secretos que no imaginamos pero que los definen, catalogan y encasillan, ya en el Olimpo o en el mismo infierno, bajo la eterna premisa escolar de que para ascender en la escala de popularidad es preciso encontrar a quién humillar. Por ejemplo, quién nos iba a decir que un inocente emoji con forma de taza de café se utiliza como una forma de burlarse de la frustración que viven los “incels”, siglas de “involuntariamente célibes”, una comunidad que existe en la subcultura virtual y que puede resultar una tortura insoportable para un niño de trece años, por mucho que sea tierno y amado. Saber que no sabemos nada de eso ya es un avance. Tal vez.
¿Dónde están los papás? Esta pregunta retórica y en ocasiones soberbia suele repetirse tras una tragedia. Sugiere que estaban ausentes; pero no necesariamente es así. Quizá estaban en la habitación de al lado, confiados de que el aislamiento, los cambios de carácter, la rebeldía y los arrebatos son cosas propias de chamacos, sin alcanzar a ver que los adolescentes hoy son víctimas de una realidad brutalmente violenta y tóxica frente a la que nadie es inmune.
Ciberbullying, ansiedad digital, masculinidad, salud mental y respeto a la autoridad, son algunos de los temas de esta miniserie británica que cimbrará y llevará a reflexionar a cualquiera, sobre todo a los papás. Y a consternarse y a preocuparse; es lo bueno. Cruda y brutal por real.