OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Viviendo-no-viviendo en Tokio

La belleza de la ciudad es la belleza de sus heridas, así se refirió Mishima en su día.

Mañana será otro día; que parecerá, como siempre, el mismo.
Mañana será otro día; que parecerá, como siempre, el mismo.Créditos: Créditos: Especial
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La mano brusca de una mujer malhumorada sacude tu hombro, como sucede siempre que no eres capaz de escuchar la alarma del despertador. Mientras maldices con la mente el sake, el shochu o las cervezas de anoche, la cabeza te estalla, o peor. 

Te bañas y afeitas tu escasa, casi inexistente, barba. Tu pelo negro brillante es corto, pero alcanza a cubrir parte de tu frente. Apresuras poco más de media taza de ryokucha -té verde- y sales del departamento de cuarenta metros vistiendo traje negro, corbata, zapatos negros y abrigo negro. Como siempre. Mochila a la espalda, negra también, es parte de la caracterización; para serlo hay que parecerlo, dicen, tú en cambio lo pareces porque lo eres: un Office-shain, un oficinista en Tokio. 

El viento helado que te despierta más que el té durará un mes todavía, hasta que florezcan los cerezos. Caminas en modo piloto automático, sin voltear a ver la estatua de Hachiko, el akita fiel que, una vez muerto su dueño, siguió regresando a esperarlo al mismo sitio todos los días por doce años. Hace un siglo de aquello, cuando en las viviendas aún había espacio para tener perros y no había negocios donde se paga por pasear o acariciar alguno durante un rato.

Cruzas la calle en Shibuya, eres uno del millón que atraviesa cada día ese crucero que, visto desde lo alto, recuerda un hormiguero alborotado. Eres el punto cero cero cero cero cero uno aquí. Te fundes y te hundes en una fila negra que se pierde bajo tierra. Escaleras eléctricas, todos pegados al lado izquierdo, por si alguno, apurado, necesitara rebasar. Callados. Envueltos en un silencio civilizado, ceremonioso, respetuoso y aislante que mantiene a todos solitarios entre la multitud.

Esperas el metro detrás de una exclusa de cristal que han colocado en un intento por reducir la estadística de personas que, faltos de esperanza e ilusiones, ya sea por carecer de un futuro o de un presente, o por disponer de un pasado, se arrojan a las vías. Es un problema grave: provocan caos, pausas y retrasos. 

Se abre la puerta de un vagón inmaculado. Salen hormigas negras, tú eres de las que esperan y, cuando es su turno, entran. Corres con la suerte de encontrar asiento. Como el resto, llevas un par de audífonos y otro de ojos que buscan darle sentido a lo que les muestra una pantalla. Revisas mensajes, juegas a ordenar cuadritos por colores, en un par de teclazos compras algo que olvidarás hasta que lo encuentres a la puerta de tu apartamento y, sin que te des cuenta, tus ojos pesan y terminan por cerrarse. Está prohibido hacer ruido, impensable hablar por teléfono o poner una alarma que te avise cuando tu estación esté cercana; no importa, te has entrenado para distinguir entre sueños la melodía precisa que te indica a través de una bocina que estás próximo a llegar a la estación donde te tienes que bajar. Lo único que no está permitido silenciar es el botón de la cámara del celular, para hacerle un poco difícil tomar fotos a escondidas a los pervertidos.

Llegas a la oficina a las 8:29. La computadora de Jin ha desaparecido; sabes que, más que un hurto, debe tratarse de una mala broma, o de un mensaje claramente hostil. Como todos, tú no sabes nada ni has visto nada ni comentas nada, no quieres ser la próxima víctima del temible y terrible bullying laboral, que tiene el poder de destrozar empleos, estabilidades emocionales y hasta corazones. 

Créditos: Especial 

Al medio día bajas del rascacielos a comer algo de prisa, haciendo el tiempo para escapar a un edificio de siete pisos, el game center más cercano. Frente a una maquinita sacas del bolsillo un par de guantes e insertas unas monedas. En tus audífonos suena una música a todo volumen, en la pantalla se encienden luces de colores y tu cerebro adiestrado adopta en un instante la modalidad semihipnótica y te indica dónde debes dar los manotazos para sumar puntos adictivos disfrazados de felicidad de un instante, intentando romper tu récord bálsamo de ayer. Como en éxtasis o en trance, sueltas a diestra y siniestra una mezcla de estrés, hartazgo, vacío y furia. Tratas de sentirte orgulloso con cada punto y mal finges para ti la sensación de triunfo. Por unos minutos eres tu propio amo, invisible al mundo, excepto para unos turistas que te observan como si estuvieran viendo a un enajenado; pero tú no lo eres, no has alcanzado ese grado, eres apenas un ensimismado. 

Antes de retirarte, con las manos entre entumidas y adoloridas, intentas atrapar un colorido hámster de peluche en otro aparato de retos, piensas que sería un buen regalo para tu hija recién nacida. Crees que juegas con una máquina robotizada, pero la máquina más robotizada de los dos eres tú. Afortunadamente hay momentos de compañía y consuelo o algo que se le parece en juegos inteligentes que, maravillosos, esperan siempre iluminados, siempre con tonadas alegres, siempre de buenas.

De vuelta al cubículo y unas horas más. Ahora van a dar las 6 de la tarde, ha oscurecido. Estás por descolgar tu abrigo cuando el jefe convoca a junta. Nadie te ha pagado nunca horas extra, nadie te las pagará ahora. 

La extensa jornada que ahora termina amerita, según propone alguien, unos tragos en el bar subterráneo de al lado. Si no lo hubiera sugerido ese, lo hubiera hecho alguien más, siempre es igual. Textea tu esposa para preguntar si has tomado el tren de regreso. No es obligatorio asistir al convivio improvisado, pero tú sabes que de tu participación depende que no te excluyan del grupo, como le sucedió al pobre Jin, a quien no despedirán jamás, solo lo harán sentir miserable, un ajeno, un no-encaja. 

Imposible adivinar la edad de las meseras, lo mismo podrían tener 12 que 42 años, con sus rostros cubiertos por maquillaje pálido, el pelo pintado de rosa y sus cuerpos de apenas cuarenta y tantos kilos bajo faldas imposiblemente cortas, moviéndose a todos lados sobre botas de plataforma. Parecen muñecas de tamaño natural, como las miles que se venden allá, consideradas objetos con alma. Van y vienen con charolas repletas de tarros y copas, una tras otra y, con sonrisas forzadas y tonos exageradamente preadolescentes, fingen sorprenderse ante la extraordinaria simpatía de estos oficinistas que acá se han vuelto, ahora sí, escandalosos. 

Todo son gritos, chistes torpes envueltos en risas artificiales, salvajes. Tú actúas tu parte, haces la cara que pondrías si te rieras a carcajadas, sin entender lo que intenta decir el que atropella sus palabras desde el otro extremo de la mesa. Tomas al parejo del resto, sin chistar, es lo que se espera, no vaya a ser que alguno beba menos y al día siguiente pueda recordar algo, o tenga el atrevimiento de llevar en su mirada un asomo de superioridad moral. El embrutecimiento es el sello de pertenencia al grupo. Nadie puede marcharse antes que el jefe, claro, sería una afrenta imperdonable. Tu esposa lo sabe y de todas formas cada vez hace coraje. Anticipas el reclamo entre nubes de borrachera.

Finalmente, emerges a la calle fría y confundes las estrellas con distantes puntos de luz de neón. La belleza de la ciudad es la belleza de sus heridas, así se refirió Mishima en su día. Te hundes de nuevo en la madriguera con forma de acceso al metro, solo por fuera y en soledad por dentro, ya sin corbata, arrastrando tus zapatos negros que saben de memoria la larga ruta hacia su caja. Compartes vagón con otros como tú que, somnolientos y desgarbados, marchan resignados y maltrechos provenientes de otros cubículos, otros bares, otros sakes, otros anonimatos, otros vacíos. 

Amanece. Te enteras porque la mano enfadada de una mujer hastiada sacude tu hombro. Quisieras creer aquello de que en una mujer, hasta el odio es una forma del amor, como lo aseguró el Nobel Kawabata; no lo haces.

Crees que no tendrás la fuerza para emprender el nuevo día, pero unos minutos después el aire helado golpeará tu cara. Calcularás que el frío durará un mes más todavía; hasta que florezcan -pensarás- los cerezos.

A las 8:29 llegarás a tu oficina. Atónito o no tanto, sabrás que Jin ha abandonado el trabajo. Y el mundo, de paso. A las 8:36 su cubículo estará vacío, a las 8:38 vacante y antes de las 9, de nuevo, ocupado.

Mañana será otro día; que parecerá, como siempre, el mismo.