OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Fiyi

Recordé un reciente artículo de Manuel Vicent donde aconseja al llegar a una nueva ciudad visitar antes el mercado que un museo...

Leticia González Montes de Oca fue recibida por nativos de Fiyi.
Leticia González Montes de Oca fue recibida por nativos de Fiyi.Créditos: Leticia González Montes de Oca
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De Fiyi sabía casi nada. Sabía, claro, que era una marca de agua envasada cara. Alguna vez aprendí a ubicarlo en ese continente remoto llamado Oceanía, perdido abajo a la derecha en los planisferios de a 20 centavos que comprábamos en la papelería de la esquina en los tiempos de escuela.

No sabía o no me acordaba de que el nombre original, Fiji, en español se escribe con “y” para mantener la pronunciación correcta.

Sabía que era un archipiélago perdido muy lejos y que hasta allá mandó López Portillo de embajador a Luis Echeverría en el año 78 porque el expresidente quería seguir mandando. Así pasa a veces.

Al llegar a Suva, la capital, alquilamos un taxi por cuatro horas, dos de las cuales perdimos en ir y venir a una playa bonita, no muy diferente de las tantas que tenemos nosotros. Salvo resorts de lujo, al parecer no había mucho más que ver. ¿Quieren ir a comer cocos? ¿A ver una cascada? ¿Al río? -nos preguntaba nuestro chofer en un casi incomprensible inglés, dándose cuenta de que a estos mexicanos los paisajes tropicales no nos asombraban gran cosa. Ya sé, los llevaré a la cima de la colina para que disfruten la vista. Llegamos por un camino de terracería al lado de casuchas de madera con techo de lámina y rocas encima para que no se los lleve, como a las palabras, el viento.

Crédito: Leticia González Montes de Oca

Al bajarme del coche para tomar una foto del mar, se asomó a su puerta una mujer con un bebé en brazos, mirándome con mayor extrañeza que yo a ella. ¿Qué hacía una turista en los confines de la isla, entre su ropa tendida? Nos saludamos a gestos, y unos segundos después me encontraba descalza como ellos, sentada en una especie de petate dentro de aquella casa, rodeada de “original people” -porque no les gusta la palabra aborigen-. “Bienvenida, acá no usamos mesa ni sillas, no las necesitamos” y con lenguaje de señas y una que otra palabra en inglés me contaron que ahí solo vivían tres, pero que las casas quedaban abiertas durante el día para que los parientes y vecinos se reunieran a comer y a pasar el tiempo conversando sin televisión ni internet.

Que sus abigarrados tatuajes con relieve sobre su piel obscura eran una forma de drenar el dolor del corazón. No sabían dónde quedaba México ni por qué hablábamos español. Su dieta se conforma de pescado -atunes que cuelgan como racimos en puestos a la orilla de la carretera-, pan y un tubérculo parecido al plátano, pero que sabe a papa, porque el puro pescado no llena lo suficiente -lo actuaban- y a machete limpio cortaron una penca de una palmera de su jardín selva para mostrárnosla de cerca. Nos enseñaron las tres palabras básicas: bula-hola, vinaka-gracias y mode-adiós. Ellos repitieron “hola amigo” y “viva México”. Recorrí el pequeño espacio, sus tapancos con colchones en el piso y ventanas sin vidrios, su balcón sobre palafitos. Qué gran vista tienen, les dije con palabras, pero más con las manos. Y de noche es mucho más bella, por las estrellas, respondieron, orgullosos de su paraíso natural.

El taxista comprendió entonces que lo que más nos interesaba eran las personas y nos llevó a un kínder. Hicimos una escala para comprar chocolates para los niños, quienes los recibieron gustosos y se los metieron a la boca de inmediato… con todo y envoltura, así que a explicarles con mímica que había que devolverlos de inmediato, ya medio mordidos, para que se los abriéramos. Y de ahí, a un templo cristiano que el encargado abrió para nosotros y donde luego nos cantó, sin dientes ni empacho y con profunda devoción y sentimiento, una alabanza sincera en idioma fiyiano.

Crédito: Leticia González Montes de Oca

Recordé un reciente artículo de Manuel Vicent donde aconseja al llegar a una nueva ciudad visitar antes el mercado que un museo, y ahí, entre puestos de frutas desconocidas terminamos la visita, repitiendo “bula” y recibiendo sonrisas no sé cuántas veces. Dice la red que se trata de la gente más hospitalaria, amable y alegre del mundo. Y dice Vicent que cada persona lleva un mapa en la cara que remite a regiones ignotas del alma humana. Suscribo ambas.

Pensé en lo inimaginable que sería que unos recién llegados de tierras remotas entraran de buenas a primeras a cualquier casa mexicana y pasaran a la sala y a las recámaras, o timbraran en una escuela: queremos conocer a sus niños, convivir un rato con ellos y darles dulces. Había olvidado que la comunicación no exige compartir lengua, que aún existen lugares donde se respira armonía y no miedo, y que es posible ser feliz con casi nada.

Así este día en que, estando del otro lado del planeta, estuvimos por unas horas en otro mundo.