OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Mil jóvenes con Serrat

Un anuncio a gritos, “¡Ya nadie entra!”, dejó afuera a una multitud ávida por ver al mejor embajador posible de la ciudad condal.

Desencajado se puso Benito.
Desencajado se puso Benito. Créditos: Cuartoscuro.
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Ni eran mil, tampoco tan jóvenes. Su público fiel aguardó hasta cuatro horas de fila para entrar a la charla convocada ayer por la tarde en el auditorio Juan Rulfo, en la FIL Guadalajara, la reunión editorial más importante de Iberoamérica. De solo ver a la gente formada se podía prever lo inevitable: el auditorio no solo iba a ser insuficiente, sino que seguro iba a desbordarse. Entre los asistentes, propios de su generación, había quienes no aceptaron obstáculos para estar ahí y llegaron con andadera o silla de ruedas, para las que no hubo un sitio digno o una atención preferencial. Justo hace dos días Serrat decía en conferencia: “A mí no me molesta ser viejo; lo que me molesta es el trato que se le da a los viejos.”

Un anuncio a gritos, “¡Ya nadie entra!”, dejó afuera a una multitud ávida por ver al mejor embajador posible de la ciudad condal. Y luego, cuando un Serrat sonriente en camiseta y camisa sobrepuesta aparecía en el estrado junto al bonachón escritor Benito Taibo, miembro de su familia adoptiva en el DF en tiempos de Franco, a alguien de la puerta se le ocurrió la arbitraria idea de dejar pasar a unos pocos más; lo que provocó esperanza en todos los que lamentaban haber quedado fuera; que resultó fugaz, como son tantas esperanzas; que, como pasa con todas las esperanzas fugaces, fue inmediatamente sustituida por una enorme frustración.

Especial.

¡Queremos entrar! ¡Sí cabemos, aunque sea apretados!

¡Queremos ver al Naaaaano, queremos ver al Naaaaano!

Ante el borlote, Serrat empezó a sentirse incómodo y no hizo nada por ocultarlo. Las preguntas no le caían en gracia; respondía con un filo casi sarcástico. Benito, nervioso y desconcentrado, pedía inútilmente orden al fondo de la sala, con mirada y tono de quien pide piedad.

La tensión fue in crescendo, y con ella el alboroto. Benito inició el preámbulo de una pregunta, pero Serrat, visiblemente molesto, interrumpió afirmando que no lo podía escuchar, aunque estaba a su lado: era su forma de inconformarse con el ruidero. El escritor, ingenuo, creyó que era un tema del equipo de audio, o de su voz, o quizá de una incipiente sordera del cantante, así que se acercó a él, balbuceó algo sin atinar a decidirse entre pegarse mucho al micrófono o a la oreja, intentó volver a iniciar, pero no pudo: Serrat, colmado, expresó que así no se podía, que no era su culpa, se levantó y anduvo. Abandonó la sala con el paso firme de quien sabe que no es necesario quedar bien con nadie y la serenidad de quien tiene la certeza de que puede ser un poco diva contrariada por el fervor de sus admiradores, sin que nadie se atreva a acusarlo de ello.

Desencajado se puso Benito. Doblemente víctima: por el frente, del desorden, el ruido y el griterío; y por el lado, de una retirada que, si bien no era un desplante para él, como estaba de anfitrión, le dolió como si lo fuera. Intentó retener un antebrazo que se le escapó de la mano. ¡Juan!, le alcanzó a gritar, mientras corría, bueno, trotaba, en pos del fugitivo.

Solo entonces la sala de eventos se convirtió en un salón de clases que se ha llenado con un silencio incómodo después de un regaño. Desconcierto. Arrepentimiento y contrición. Qué mal, qué pena. Que regrese. Qué barbaridad. ¿Qué hacemos?

Dicen que fueron 13 minutos, parecieron horas eternas, hasta que la Comisaria de la Participación de Barcelona anunció, heroica, al micrófono: “Traeré de vuelta a Joan Manuel Serrat; pero les pido el máximo silencio.”

Ya con algo de silencio, no máximo, pero sí enjuto, suficiente para lograr su venia, El “cantalán” —como él mismo se definió— regresó a su silla, y la charla continuó, aunque medio a trompicones. Habló de lo que suele hablar: los migrantes, que “serán pobres, pero no tontos”, que enriquecen los lugares adonde llegan; de su Mediterráneo como sarcófago; de la poesía de Bécquer y Machado como bálsamos; del miedo y la esperanza como eternamente enlazados; de Twitter, ese foro donde naufragó el diálogo. Y de cuando, acá, le iba al Atlante porque sus colores eran los del Barça. Habló también de Martín Caparrós, “mi amigo y compañero nominado conmigo al Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Guadalajara, que recibiré mañana, y a quien la enfermedad no le permite viajar”. Maldita ELA.

Serrat hizo un esfuerzo por corresponder al afecto de sus seguidores, aunque la muina nunca desapareció totalmente de su rostro.

En alguna ocasión de pasada escuché a alguien que narraba algo y remataba diciendo: “Experimenté bochorno”. Yo hoy, desde una pantalla, experimenté bochorno; por pertenecer a un país tan acostumbrado al desorden, al amontonamiento, en el aeropuerto, en el Metro, en el Periférico, en la Alameda, en cualquier esquina… y ahora en la “Fira Internacional del Llibre”, donde Serrat tuvo a bien recordarnos que a veces así nada más no se puede.

Todo pasa. Y todo queda.

El poeta es un peregrino.

Hoy puede ser un gran día, Doctor.

Enhorabuena.