Cuando estuve ahí pensé que era lo más cercano al paraíso que había conocido: me pareció una mezcla de Central Park con Tulum y Pie de la Cuesta. Jardines bajo la sombra de pinos ancestrales, arena blanca, aguas turquesa y olas bravas. Está a media hora en coche de la Ópera de Sidney.
En Bondi Beach la vida le gana al sol: a eso de las cuatro o cinco de la mañana, jóvenes de todas partes del mundo se encaminan a la playa descalzos, enfundados en trajes de neopreno, con su tabla de surf bajo el brazo; otros llevan un tapete de yoga o una cobija para tumbarse en la pendiente de pasto que antecede a la arena; unos trotan, otros pasean un perro. Los cafés ya están abiertos. Solos o de a dos, nadie quiere perderse el amanecer.
Después de un par de horas regresan a sus diminutos departamentos para alistarse e ir a la universidad o al trabajo. La playa queda vacía solo por un rato, al acercarse las cinco de la tarde vuelve a llenarse. Allá se trabaja para vivir, y no al revés. La gente llega con libros, laptops, tazones de comida oriental, bebidas de matcha. Muchos son estudiantes de paso, cumpliendo un sueño por unos cuantos meses. Otros son inmigrantes que han llegado en busca de un futuro pacífico.
Dios los hace y las banderas los juntan. Por el andador que dibuja la bahía desfilan alemanas esculturales con ropa deportiva impensable en nuestras calles; japonesas de porcelana cubiertas de pies a cabeza, decididas a adentrarse en el ambiente, pero sin tostarse; mexicanos y argentinos hermanados por la lengua, tan lejos de casa y entre anglosajones. Se rozan culturas, colores, credos y tradiciones.
A un par de cuadras del malecón está la estación de policía, que más bien parece un puesto de kermés: sirve para recibir celulares extraviados -aunque usted no lo crea-, o para ayudar a buscar un gato.
Era domingo al atardecer, día obligado de playa, más ahora que está por comenzar el verano. Entre la multitud, familias judías celebraban el encendido de la primera vela de Hanukkah: desde bebés en carriolas hasta personas mayores apoyadas en andaderas convivían en armonía, alegres, en paz, bajo un cielo rosado.
Los primeros estruendos se confundieron con fuegos pirotécnicos, quizá parte de la fiesta. En algunos de los videos grabados de lejos, a quien sugiere que son balazos se le responde con incredulidad, no puede ser. Pero una persona cae. Y luego otra. Quienes logran ver las armas dan la voz de alarma, desesperadas, mientras alguien más cae. De pronto la terrible realidad no le deja espacio a la duda y llena todo de golpe. Es alcanzada una persona más. Todos al suelo, intentando cubrir con sus cuerpos a los más pequeños que lloran, comprendiendo, sin necesidad de que alguien se los explique, que algo muy malo está pasando; todo en medio de gritos de pavor, de dolor, del horror de tener a alguien desangrándose a solo unos metros, mientras las ambulancias se escuchaban, pero no llegaban. Alrededor, quienes no estaban directamente en la zona en la que llovían balas, huían despavoridos como podían, sin saber si el ataque les podía alcanzar, algunos sin saber dónde habían quedado sus amigos, sus parejas, sus hijos.
Desde el puente que da acceso a la playa, durante diez minutos eternos llovieron las decenas y decenas de balas disparadas por quienes evidentemente se prepararon para el ataque, que ejecutaron con la agilidad que solo da un entrenamiento a conciencia: minutos eternos que tardó en llegar una policía que claramente no contemplaba la posibilidad de una tragedia de esta magnitud. Ya se investigará sobre las declaraciones de testigos que afirman que había al menos 4 agentes armados que solo se cubrieron durante el ataque, sin repelerlo, o sobre la imagen que muestra una patrulla pasando al lado del lugar del ataque a solo unos segundos de haberse iniciado. O sobre lo inútil que resultó que la estación de policía cercana estuviera a unos pocos pasos del lugar.
A un lado de donde sucedió todo, un kiosko exhibe un letrero que muestra la realidad anterior al ataque, y que de un momento a otro se convirtió involuntariamente en un sarcasmo cruel: “Felices fiestas”.
Un ataque terrorista antisemita en una Australia que se creía blindada, dijeron los medios. Tierra fértil para quienes abogan por la libre portación de armas, que abundan en cualquier país del mundo.
Queda el heroísmo del vendedor de fruta que, al verse cerca de uno de los atacantes, corre hacia él, poniendo en enorme riesgo su vida para intentar salvar otras, atacándolo por la espalda y desarmándolo, para después intentarse poner a salvo de la tormenta de disparos que le lanza el cómplice.
Queda una montaña de sandalias, toallas y termos, unos con dueño desconocido y otros ya sin dueño. Otra de ramos de flores y mensajes manuscritos. Quedan, una vez más, corazones deshechos, oscuridad, ausencias irremediables que no tienen sentido.
Queda, para quienes vemos la tragedia -esta vez- a la distancia, la obligación humana de oponernos en nuestros propios espacios, con todo y en cada oportunidad, al odio, a los discursos que dividen y pretenden eliminar al otro, al que es distinto, oponernos a la violencia de cualquier nivel y forma. Optar consistentemente, de palabra y acción, en lo más grave y en lo más sencillo y cotidiano, por la paz.
Queda, para quien suele rezar, tener hoy en sus oraciones a quien hoy, allá, muy lejos, se le destrozó la vida, y no tiene consuelo.
