El aeropuerto más remoto del resto del planeta es el lugar donde se ven los abrazos más largos y las alegrías más desbordadas entre padres o hermanos que no se han tocado en años. Hoy entendí que esa dicha es inversamente proporcional al desconsuelo de las despedidas.
Subí a un avión de una aerolínea estadounidense para pasar más de quince horas en el aire. Antes de despegar, un anuncio desde la cabina del capitán: “Happy Thanksgiving, everyone”. Mi primer pensamiento fue que qué amable, pero no era para mí, los mexicanos no celebramos el Día de Acción de Gracias, no es nuestro. Y menos en estos tiempos de hostilidad global. Pero, sin quererlo- porque así funciona la cabeza-, cuando me di cuenta ya estaba haciendo una lista mental de lo que tendría que agradecer si lo festejara. “Cuenta tus bendiciones”, dicen allá, más en estas fechas, y yo ya las estaba contando.
Estarían las personas que nos recibieron en este mundo y lo hicieron tan bien; las fotografías que dan fe de que fui feliz antes de tener memoria; la caja de juguetes que estaba siempre escondida bajo los vestidos del clóset; los columpios rojos en el jardín; la alberquita inflable en que cabíamos tres niños y un abuelo; los suéteres tejidos a mano; los recreos en el patio escolar jugando “atrapados”; haber patinado a media calle; las nieves de La Siberia; el hueso fracturado que soldó bien; las puestas de sol en Acapulco; los amores efímeros y los eternos; los sueños vendimiados -como dice Serrat- y los que aún esperan su turno.
Estarían las amistades de años y las que siguen llegando; las que un día parecía que serían para siempre y al siguiente dejaron de serlo; las que están aunque no nos veamos; las que se alegran cuando nos va bien y se carcajean cuando magnificamos la tragedia; esos poquísimos con los que uno habla como si fuera consigo mismo.
Tendrían un lugar, claro, los brindis dominicales con la familia; la canción que nos acompañó en la infancia desde radios que ahora se venden en mercados de antigüedades, y que sigue sonando cuando volvemos a estar juntos; tener a quienes honrar con una foto en el altar; los maestros que, décadas después, siguen recomendando libros; la curiosidad como vicio para encontrar el sentido, o al menos para buscarlo.
Sin duda los conciertos de Sabina; los martinis de lichi, los piano-bares; las ciudades que me han recibido, sus rincones, las calles insospechadas que he caminado. Las tantas frivolidades que aquí no caben.
Y, si festejara un Día de Acción de Gracias, las dirigiría por encima de todo a cosmos, azares y dioses todos, por los hijos, estén cerca o lejos.
Y daría gracias también a la tradición nacida de una celebración de gratitud entre nativos y colonos del país vecino, por hacer mejor el vuelo al hacer despertar, sin quererlo, el repaso del album sagradísimo de las fortunas, las bendiciones y los buenos recuerdos.
