OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

El Transcantábrico

Quedan las memorias, las fotografías, y un chat grupal en el que alguno resume lo que vivimos.

Catorce pares de desconocidos que por todo tipo de motivos fuimos a dar ahí nos mirábamos de reojo.
Catorce pares de desconocidos que por todo tipo de motivos fuimos a dar ahí nos mirábamos de reojo.Créditos: Leticia González.
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Fue en un pueblo con mar, dice una canción de Sabina, y así fue nuestro cruce de caminos. Puntuales y acicalados nos presentamos en el salón de un hotel gallego que antes fue hospital de peregrinos, en tiempos en que “Las Indias” eran apenas noticia.

Catorce pares de desconocidos que por todo tipo de motivos fuimos a dar ahí nos mirábamos de reojo, intentando adivinar qué lengua, nacionalidad o historia se escondía detrás de cada rostro. Poco a poco, con recato y curiosidad, empezamos a hablar, reconociéndonos como los únicos habitantes de una isla sobre rieles: un tren británico centenario resucitado que, atravesando la España verde, nos permitiría escapar del caos de la realidad.

Leticia González

En poco tiempo aprendimos a andar por los estrechos pasillos con un hombro delante del otro, para chocar lo menos posible con las paredes de madera. A levantarnos antes del amanecer al sonido de una campana que unos pasos sin rostro hacían sonar atravesando el corredor. A guardar el equilibrio en la regadera, entre el vaivén del vagón sobre las angostas vías y el escándalo de las ruedas.

Juntos recorrimos callejuelas empedradas de pueblos con más fantasmas que niños, malecones donde sacan a paseo a los viejos y a los perros, lagos que reflejaban montañas en forma de elefantes blancos, playas que se borran y vuelven cada seis horas, según suba o baje la marea -la pleamar y la bajamar-, y olvidamos el decoro en balnearios de aguas termales. Intentamos ver bisontes, manos y venados pintados en cuevas por nuestros antepasados hace 36,000 años; nos sorprendimos al toparnos con el Santo Sudario; conocimos la gruta del santuario de la Virgen asturiana, admiramos claustros romanos, templos góticos, neoclásicos y barrocos; y nos emocionamos al encontrar, de pronto, una imagen de la Guadalupana.

Leticia González

Juntos disfrutamos el pan, la sal, y las estrellas -y también nuestros vicios y alergias: una sin carne, otro sin azúcar-. Uno que comía por tres, otro que hablaba por siete. Contamos la historia de nuestros abuelos y padres -algunos exiliados que partieron de esos mares-, la propia y la de los hijos desperdigados. Hablamos de heridas y curas, de mascotas y de aficiones. Y cultivando el arte sagrado y casi extinto de la conversación, descubrimos infinitas coincidencias. Dios los hace y el viento los junta.

Quizá olvidemos el nombre del restaurante del siglo XVI -el de la txistorra y el txacolí-, o el título de aquella escultura de Chillida, o cuántas manzanas se necesitan para una botella de sidra, pero no olvidaremos la mañana en que quedamos varados tomando café envueltos por la niebla, ni las cubitas en copa de globo, los cigarros efímeros, las noches en el coche salón con canciones de José Alfredo, Gardel y Nino Bravo que nos hacían olvidar el cansancio, las carcajadas provocadas por el mago cuyo truco mayor fue regresarnos por un rato a nuestros seis años.

Leticia González

Después de siete días regresamos a nuestras vidas. A tomar decisiones más complejas que elegir entre vino tinto o blanco -o ambos-. A los nuestros, con quienes reviviremos el viaje al contarlo.

Nos esperan proyectos, trámites, pagos, una torre de periódicos acumulados. Máquinas de ejercicio, libros a medio leer; un té de matcha, un mate, un cortado; una cita con el dentista. “La sucia rutina”, diría Sabina.

Volvimos cansados, desfasados, un poco empachados, algo más sabios y con nuevos amigos.

“Nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos.”

Quedan las memorias, las fotografías, y un chat grupal en el que alguno resume lo que vivimos: siento, teclea, que soñé que había hecho un viaje en un tren antiguo.