Un buen día, a sus ocho años, se le acercó un vendedor ambulante en un mercado: le mostró un violín rústico de madera fabricado con sus manos. El niño, fascinado, se lo pidió a su padre, quien accedió a comprarlo con la condición de que el artesano le enseñara a su hijo el funcionamiento y el uso del artefacto. Ese fue su primer contacto con la música, para la que pronto demostró tener buen oído.
Un mal día, a sus doce años, murió su madre, por causa de una enfermedad de esas que hoy se curan con antibióticos por siete días y un poco de reposo. La niña Lupe tenía 8 años, y la otra, Ana María, seis meses. El padre, farmacéutico como ironía, cerró su negocio, la Botica del Refugio, “la única situada en la plaza principal” -se lee en un anuncio amarillento- y se mudó a Morelia, aceptando la ayuda de la familia de su mujer para cuidar de las pequeñas.
Si esa ayuda resultó asfixiante o si tuvo que ver la Revolución, que estaba en pleno, es cosa que no se sabe, ambas son causas altamente probables para haberlo hecho cambiar de planes y, un día crucial, cargar con sus tres hijos rumbo a la tierra prometida, la Ciudad de México, en busca de aires nuevos, oportunidades nuevas y una vida distinta.
A las dos niñas las colocó en un internado de monjas -donde las aceptaron con la condición de que la mayorcita se hiciera completamente cargo de la menorcitita-, y a su muchacho se lo llevó a vivir con él al hoy desaparecido Hotel Regis, donde había conseguido empleo -y un cuarto- como gerente. Ahí, pasando sus días entre los turistas y haciéndoles mandados por unas monedas de dólar, el chamaco fue aprendiendo algunas palabras en inglés, luego unas frases, y luego, con lo aprendido en sus clases con Miss Ann en el pasaje Borda, cómo sostener una conversación; gracias a ello, ya adolescente logró entrar a trabajar a Banco de México y luego, a Citybank. -Ahí, tras ese ventanal, estuvo el escritorio de tu abuelo-, me dice mi padre, cuando caminamos y pasamos por la tienda Zara, sobre Madero. Por un momento intento verlo en los años cuarenta, formal, concentrado en sus papeles e ignorando que, a sus espaldas, en los dos mil veintitantos, su nieta lo imagina.
Para entonces, el niño del violín de mercado había aprendido, él solito, a tocar el resto de los instrumentos. Me recuerdo los domingos sentada en un banco con los pies colgando y mi abuelo detrás, en camisa blanca almidonada, tirantes y corbata, tomando con sus manos frías mis dedos índices para hacer sonar “Martinillo” o “Los Changuitos” en un piano negro desde el que nos observaban, con ojos de piedra blanca y gesto serio, los rostros de Bethoveen y Agustín Lara. Nos rodeaba el resto de sus juguetes: tres estorbosos estuches negros acomodados en un rincón, uno de guitarra, otro de acordeón, y otro más de violín, esta vez uno de verdad. Y una colección enorme de discos LPs. Mis tíos recuerdan, siendo niños, haber compartido el mismo banco de aquel piano, tocando “La Calle Doce” a cuatro manos.
Vivió 78 años, y el destino jugó con él a esconderle un buen tramo de su niñez. Me gusta pensar que lograba recuperar un pedacito de ella cuando, en su sala, rodeado de su familia, tocaba Farolito, alegre y sonriente, en ese gigante y colorido acordeón.