Era demasiado pequeña para recordar la primera vez que seguí con la vista a un muchacho que volaba desde un risco de 35 metros para caer de picada en un estrecho de espuma inquieta revuelta en un vaivén color turquesa. Ellos saben –nos explicaban mis papás– cuándo deben lanzarse, calculan los segundos exactos antes de que la marea esté alta para saltar, pues si al caer estuviera baja, se estrellarían contra las rocas del fondo. Eso nos decían, repitiendo lo que sus padres les dijeron a ellos cuando niños. Aquellos hombres-pájaro se persignaban ante un altar de la Virgen de Guadalupe, y tantos otros que no perdíamos detalle de la hazaña también rogábamos en silencio que atinaran las olas altas.
Fue muchos años después cuando descubrí el gusto por embarcarme en la bellísima bahía y salir a altamar en días de buen tiempo; entonces pude disfrutar del espectáculo de clavados desde el mar, cuando, después de esconderse el sol, meneándonos sobre el agua agitada, entre los esfuerzos del capitán por mantenernos en nuestro lugar y de los marineros por evitar roces con los barcos vecinos apartándolos con sus manos, de lo cerquita que estábamos, distinguíamos el fuego de una antorcha allá en lo alto, entre los acantilados. Todos queríamos ver el espectáculo lo más cerca posible. Apenas un instante tras el clavado y los aplausos, los mismos hombres que escalaban aquella pared de piedra con agilidad de cangrejo aparecían, ya sin fuego, en la cubierta, sin que los hubiéramos notado subir, con su abdomen obscuro delatando con aceleradas pulsaciones lo exhaustos que estaban, chorreando, recolectando la merecida compensación por su arriesgado oficio heredado.
Esta última tarde del año las redes sociales avisaban sobre la mala hora en que un yate con una familia de turistas a bordo se quebraba contra los riscos, allá en la Quebrada. Que si fue por culpa de un viento insólito causado por la deforestación; o el fuerte oleaje; o una falla del motor; o la osadía, la impericia o ambas; que había uno que pudo haberlo remolcado a tiempo, pero no lo hizo. Nadie acá hablaba de otra cosa, y el tema poco a poco se fundió con la cena, la cuenta regresiva, los abrazos, las uvas, los propósitos y buenos deseos, y los alucinantes fuegos artificiales que parecían pretender hacer olvidar por unos minutos que los dioses llevan rato ensañados con este pueblo con mar de mis amores.
En mi mente se agolparon las imágenes de la bahía a oscuras cuando el huracán los dejó sin nada; del miedo en sus ojos blancos cuando lo contaban y de sus sonrisas igual de blancas agradeciendo estar vivos; de sus casas y cosas inundadas meses después, porque en cuatro días el cielo soltó el agua de casi un año entero; y los changarros amenazados por “la maña”; y el dueño de la empresa de renta de embarcaciones, que sigue apostando por el resurgimiento del bello puerto.
Pensé en la presteza de los clavadistas para rescatar a las personas que hacía unas horas naufragaban en esas tan suyas aguas bravas; en Sebastián, el joven capitán criado en ese mar, a quien en su chat de marineros le echan carrilla para desagüitarlo; en el Amor mío que había visto mil veces pasar, con su beso dibujado en la popa y sus canciones de Luis Miguel a todo volumen, sobreviviente de Otis y John, finalmente alcanzado -como todos- por su destino, que dejaba vacío su sitio en la gala de fin de año al ser arrastrado por la fuerza a las entrañas del reciente, enorme e invisible cementerio marino.
Mientras, unos drones escribían una verdad en la negrura del cielo: Acapulco es un Guerrero.