OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

San Sebastián

Imposible resistir la curiosidad de asomar los ojos por un espacio entre los vitrales ambarinos de la puerta.

Ellos, señores en sus ochentas -algunos un poco más, alguno menos, todos distintos, pero con un aire parecido.
Ellos, señores en sus ochentas -algunos un poco más, alguno menos, todos distintos, pero con un aire parecido. Créditos: Especial
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Fue una tarde de mayo del año 2014. Paseando por una estrecha calle peatonal, en el casco antiguo de aquel pueblo con mar, mi esposo y yo escuchamos unos cantos de voces masculinas que provenían de una taberna de cuyo nombre lo único que puedo recordar es que estaba rotulado en las clásicas letras mayúsculas de la tipografía euskara. Imposible resistir la curiosidad de asomar los ojos por un espacio entre los vitrales ambarinos de la puerta.

Los que cantaban, por su parte, habían notado las dos siluetas que intentaban ver algo entre los cristales. Lo primero que vimos al asomarnos fueron unas manos que nos hacían señas para que pasáramos

Y pasamos, y pudimos ver quiénes eran a los que habíamos escuchado. El grupo nos vio entrar y de pronto algo en el aire cambió en un instante: se hizo un silencio, un silencio total, sepulcral, repentino, dramático. Pasaron unos segundos. Otros, todo igual. Nosotros tampoco hablábamos ni nos movíamos, nos dábamos cuenta de que algo pasaba y no teníamos idea de qué era.

Ellos, señores en sus ochentas -algunos un poco más, alguno menos, todos distintos, pero con un aire parecido-, que unos segundos antes cantaban en torno a una mesa larga, ahora se veían unos a otros, luego a nosotros, luego entre ellos otra vez. A cada segundo se hacía más evidente que, mientras nadie explicara lo que estaba pasando, nos podríamos amanecer así.

Finalmente, uno de ellos adoptó un aire amable, serio, ceremonioso y apenado, pero solo pudo balbucear algunas palabras y frases sin sentido:

– Hola… buenas… sucede que… claro, bienvenidos, es solo que…

Otro lo intentó rescatar y completó la frase:

– Dice que este es un lugar de… con política de admisión de… es solo para caballeros.

Así que eso era.

Jamás había estado en un lugar en el que no se admitiera el acceso de mujeres, creía que eso había quedado en un pasado lejano. Recordé que en mi niñez había una cantina frente al zocalito de Tlalpan, La Jalisciense, que tenía en la puerta un letrero: prohibida la entrada a menores, mujeres y uniformados. Cada vez que pasaba por ahí vencía el miedo y, entre regaños maternos, me asomaba por debajo de su puerta doble, como de película de vaqueros, intentando descubrir los secretos que ahí dentro debían cobrar vida. Siempre fue inútil.

Me sentí indignada, incómoda y expuesta frente a esa docena de viejos enjutos y barbudos, niños sobrevivientes de la guerra.

– No pasa nada, disculpen, me retiro–, dije, entre ofendida y abochornada. Me parecía que iba a ser un mal recuerdo: me sacaron de una taberna por ser mujer.

– De ninguna manera, señora–, se levantó otro de ellos, que asumía alguna especie de papel de líder y abrazaba una guitarra. –Por favor tomen asiento y compartamos un trago y una canción–.

Todos asintieron, parecían aliviados de saber que la situación no había generado más tensión.

Al sabernos mexicanos confabularon y se arrancaron con “La banda del carro rojo”, un narco-corrido que hoy sé que era un casi himno de los Tigres del Norte. Así nuestra imagen ante el mundo desde antes de que el crimen organizado subiera como la espuma hasta derramarse e inundar hasta el último rincón del país.

La canción finalizó y me levanté, pensando en despedirme y dejando a la mitad mi vaso. –No, que aún no pueden marcharse, tomen sus bebidas con calma y permítanos cantar para ustedes una última canción–. Hablaban cerrado, con gestos que dejaban claro un acuerdo unánime para que nos quedáramos unos cuántos minutos más.

Después de un rato todo era canciones de aquí y de allá, tanto como para pedirles: –Nada me gustaría más que escucharlos cantar en su idioma–. Un nuevo y efímero cónclave precedió la melodía elegida. No entendí ni media palabra, que no hizo falta para saber que se trataba de una letra tan triste como hermosa. Me esforcé por memorizar el estribillo para encontrar en la red la canción -o poema- y su traducción:

si le hubiera cortado las alas habría sido mío, no se me habría escapado; pero así… habría dejado de ser pájaro, y yo lo que amaba era al pájaro”.

Les aplaudimos, y con los vasos vacíos y el corazón movido dijimos adiós a los amigos vascos. Uno a uno se fueron acercando para abrazarnos. El primero sacó del bolsillo una estampa de la Virgen del Coro, patrona de Donostia, y me la obsequió; el segundo hurgó en sus bolsillos y encontró un chocolate que puso en mi mano y la cerró en puño; cada uno me dio lo que estaba a su alcance: una tarjeta de presentación impronunciable, un rosario gastado, un posavasos manchado de tabaco, Txoria Txori/Mikel Laboa -la canción- anotado en una servilleta y un elefantito de madera, supongo un amuleto, mismo que conservo como evidencia del breve e inolvidable encuentro con un grupo de hombres de otros tiempos.

Al contarle la anécdota a un buen amigo, comenta: ¿cómo íbamos a querer la presencia de mujeres en los lugares mismos donde las llorábamos? Y sus ojos se desvían hacia arriba a la izquierda, donde aguardan los recuerdos.