Acá llueve todos los veranos y otoños, de modo que resulta imposible recordar cuál fue esa primera lluvia; sin embargo, me tocó ver a una sobrina norteña que, a sus cuatro años, quedó pasmada por unas cuantas gotas que no entendía de dónde venían.
De niños, las raras tardes en que granizaba veíamos el espectáculo tras la ventana: el pequeño jardín mutaba de verde a blanco, y cuando escampaba mi madre nos abrigaba para que saliéramos a conocer de cerca esas esferitas blancas que se deshacían en la palma de la mano y que guardábamos por poco tiempo en un vaso con la intención de hacer nieve de limón, un fracaso.
En los años setenta, uno de nuestros paseos recurrentes era ir al Bosque del Pedregal. Subíamos a pie por una calzada hasta llegar a lo más alto, cerca de una explanada donde había búfalos. Bueno, eran bisontes, pero nosotros nos referíamos a ellos como búfalos, que después, por falta de cuidados se fueron muriendo uno a uno. Una de esas veces le permitieron a mi mamá subir en coche, dado que resultaban evidentes sus muchos meses de embarazo. Estando allá arriba, el cielo soltó un aguacero marca diablo, siendo el único refugio a la redonda el vocho materno. Ese día comprobé que el auto tenía capacidad para 4 señoras y 8 niños, unos encima de otros; solo se respetó el espacio de mi madre al volante. Yo tenía 5 años y aún nos oigo muertos de risa durante el descenso, empapados por esa lluvia a cántaros.
La lluvia en el coche era un juego: las gotas competían rumbo abajo en los cristales; los limpiadores del coche bailaban parejos, llevando el ritmo, derecha-izquierda; se podía dibujar con el dedo caritas felices o jugar gato sobre el vaho en las ventanas; se tensaba el ambiente cuando había que limpiar de prisa el parabrisas empañado, ya fuera con un puñado de kleenex, un suéter, o lo que hubiera a mano. Era emocionante ver las calles inundadas, con el agua brotando de las alcantarillas como fuentes improvisadas de agua color café con leche. Algunos coches se quedaban atascados, pero nosotros confiábamos en la promesa publicitaria según la cual a aquel escarabajo azul no le entraba el agua jamás, que estaba bien sellado por debajo, que flotaba, que aunque usted no lo crea, en el año 68 había atravesado el Lago de Chapala. Nunca supe si eso había sido cierto, hasta ahora que lo googleo; me quedé con las ganas de sentir que llegaba a mi casa en lancha.
Años después, en la Expo Sevilla 92, México obsequió a la Reina Doña Sofía un VW rojo, entonces orgullosamente ensamblado en nuestra planta poblana: tecnología alemana con mano de obra mexicana. La gente lo rodeaba para admirarlo, se asomaban por las ventanillas, lo fotografiaban. Hoy sé que la marca no estaba presente allá, pero en ese tiempo no entendía mucho qué le admiraban a un vochito sencillo, como aquel que sonaba dos veces el inconfundible claxon cada vez que mi mamá regresaba a casa.
Es tiempo de lluvia, y para recordar he plagiado el título de una canción melancólica del Serrat y me he puesto a escribir esto. Mientras, veo llover.