OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

El grito

Mis primeros recuerdos de las fiestas de independencia son en el zocalito de Tlalpan, en los años setenta.

Hoy vivo en un país que grita menos de júbilo que de dolor.
Hoy vivo en un país que grita menos de júbilo que de dolor.Créditos: Especial.
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Octavio Paz afirmaba que el 15 de septiembre una multitud enardecida grita por una hora, tal vez para callar mejor el resto del año. 364 largos días de mutismo, de ensimismarse en todo y en nada para que una vez al año, al igual que Juan Escutia, nos envolvamos en la bandera, aunque lo que siga sea tirarnos al vacío.

Mis primeros recuerdos de las fiestas de independencia son en el zocalito de Tlalpan, en los años setenta. Mis papás nos llevaban por la tarde a disfrutar del ambiente festivo y a aprender a disfrutar el olor a gorditas recién hechas, encontrar la forma de movernos entre los puestos de algodones, esquites, cornetas y sombreros, y entre los montones que poco a poco se iban haciendo de gente alegre y fiestera. El collage de puestos, familias, niños, músicos, comerciantes y juegos mecánicos era imposible, pero ahí estaba, en plenitud.

Había una rueda de la fortuna muy pequeñita, y juegos de reto: lanzar canicas en una tabla de madera, tiro al blanco, romper globos lanzando dardos achatados; y de acuerdo al puntaje se ganaban premios: jarrones o muñecos de cerámica que eran tosquísimos y horrendos, pero en ese momento eso era lo de menos, por un rato eran unos valiosísimos trofeos. Vendían huevos rellenos de harina o confeti, nadie se ofendía de que un desconocido le reventara un cascarón en la cabeza, al contrario, se interpretaba como un gesto amistoso y el agraviado no se sentía tal y sonreía.

Especial.

El espectáculo mayor era un castillo de cohetes que se iba prendiendo de abajo a arriba, coronado por un aro que salía disparado hasta perderse en el cielo. Después, ese alambre carbonizado y todavía medio encendido caía donde fuera, que una vez fue la cabeza de mi hermano.

Regresábamos a casa antes del “grito”. Crecí oyendo que era la noche más peligrosa del año: “mucho borracho en las calles”.

Tiempo después se inauguró el Museo del Niño. Había una pantalla con un campo de visión de 360 grados, donde se proyectaba una película sobre México: playas, pirámides, paisajes espectaculares, y dos momentos culminantes en los que la piel se erizaba: las mañanitas con mariachi, adentro de la basílica, a la Guadalupana; y la noche del 15 de septiembre en el Zócalo de la capital. La toma de esta última estampa era hecha desde algún balcón: sobre la multitud emocionada miles de banderas de todos los tamaños; la alegría en los rostros tanto de papás como de sus hijos llevados en hombros, la emoción del Presidente gritando, ondeando la bandera, tocando la campana original y cantando el himno nacional y, sobre todo, la pasión de la gente, se contagiaban.

En alguna ocasión tuvimos la suerte de vivir esa gran fiesta patriota desde los mismos balcones de Palacio Nacional. Han pasado más de treinta años y aún me acuerdo qué vestido llevaba, todos íbamos de gala. Era la gran cosa presenciar el grito en directo, sin la pantalla de televisión de por medio.

Esa noche, una mujer robaba cámara y miradas: Lupita Jones, la primera Miss Universo mexicana. No podíamos dejar de verla de lo hermosa que era, todos los señores -mi padre entre ellos- querían su foto con ella que, amable, posaba sonriente, y otra vez, y otra vez.

De niña me gustaba el concepto de “familia presidencial”: siempre se ha comentado el vestido de la primera dama, elegante, casi siempre buscando un toque mexicano, a veces discreto, a veces evidente hasta ser burdo, hasta el exceso; a través de los atuendos se interpretaba la personalidad, y las características de estos se les asignaban a ellas. Yo me fijaba en cómo iban creciendo los hijos y cómo iban arregladas las niñas: me encantaba verlas con trajes típicos o de escaramuza, peinadas de trenzas con moños.

Y al día siguiente, el desfile. Recuerdo haberlo visto, larguísimo, desde una banqueta, sentada en cojines que nos llevó mi abuela. Daban pena los soldados, todos acalorados, estoicos, chorreando sudor por sus rostros endurecidos y solemnes; me parecía excesiva e inútil la cantidad de tanquetas; me gustaban los jeeps camuflajeados llenos de redes y follaje falso, y no le encontraba sentido a las decenas de pipas color verde militar, idénticas y sin ningún chiste, pero que sacaban a desfilar.

Los más aplaudidos, por valientes, eran los bomberos, con sus camiones relucientes; qué maravilla el porte, los trajes y sombreros de los charros, y nunca faltaba un niño pequeño controlando él solito las riendas de su caballo. Después, los policías en motocicleta, haciendo malabares y muy festejados; casi al final las patrullas con sus sirenas abiertas, que a su paso producían rechiflas y gritos, medio en broma y medio no, y los agentes de tránsito riéndose amistosos con la gente que les reclamaba jugando: “¡eh, mordelones!”.

El desfile generaba tanto entusiasmo, que hasta a los barrenderos y camiones de limpieza que pasaban al final, no para desfilar, sino para limpiar, se les aplaudía. Ellos, halagados y conmovidos, agradecían.

Hoy ya no voy al zocalito ni al Zócalo ni al desfile, ni me emociona seguirlo por televisión.

Hoy en los Días de la Independencia se siente cada vez más fuerte cómo al orgullo de ser mexicana se le suma una inevitable y profunda preocupación.

Hoy vivo en un país que grita menos de júbilo que de dolor.

Y sin embargo, diría Sabina, sin embargo lo quiero.