Sus manos comenzaron a tejer para mí desde antes de conocerme, todo en tonos neutros, ni azul ni rosa: no había ultrasonidos en esa época
En mis primeros recuerdos aparecen ella y mi paraíso de infancia: el departamento obscuro de la colonia San Rafael; y ahí, el ropero con nuestros juguetes: la colección que aún conservo del pato Donald disfrazado de bombero, policía, botones de hotel, boxeador, cartero, pirata, compañeros de juegos en la tina de un baño con olor a talco Maja; el elefante de terciopelo gris que tocaba la batería y tenía un cascabel en la trompa, hecho en Japón, igualito al que tenía el Tío Gamboín, ese señor amigable que vestía saco rojo con parches de muñequitos y que aparecía en el canal 5 de televisión antes de que empezaran las caricaturas de la tarde, saludando a todos los niños del México de los setenta. El plato de sopa de letras con higaditos de pollo que había que terminar para que apareciera al fondo un sonriente Mickey Mouse. El tocadiscos alternando De niña a mujer, en voz de “Julito”, con el temible Ropavejero de Cri-Crí. En todas las fotos de aquellos años aparecemos con los suéteres con pompones y botones vistosos que nos tejía en la gama entera del pantone.
Nos cuidaba siempre que mis papás salían de noche. Eran frecuentes esas ocasiones de fiesta, para nosotros y para ella. Nos medía con una vieja cinta métrica el largo del brazo, la anchura de los hombros, el contorno de la cintura, y lo apuntaba en una libreta con letra manuscrita. Nos pedía estirar los brazos para ayudar a convertir la madeja de estambre en ovillo. Sus palabras de cariño se mezclaban con otras dirigidas a mi abuelo en ese “lefenguafajefe” inventado para que no entendiéramos.
Tendría 10 años cuando descubrí su colección de novelitas de Corín Tellado. Las leí a escondidas -según yo, claro-. Nunca quiso no jugar damas chinas y nunca pude ganarle una sola partida. Nunca se negó a caminar conmigo juntando conchitas a la orilla del mar, y al día siguiente otra vez. Nunca se negó a cocinar algo que yo le pidiera, ni a jugar una ronda más de cartas conmigo, aunque los demás se fueran a dormir. Nunca se ahorró detalle al explicarme con paciencia quién era cada uno de los personajes de la telenovela que estuviera viendo en ese momento, qué había hecho, y si lo queríamos, o no. Nunca, nos contaron sus amigas, dejó de encenderse su rostro cuando hablaba de nosotros. Era incondicional.
Un ictus la arrancó de nuestras vidas. Mi abuelo, en un intento por espantar el dolor, comentó que debieron haberle puesto su tejido con todo y agujas entre sus dedos con uñas pintadas de rosa pálido nacarado, entrelazados, ahí, en esa caja maldita de cristal y madera.
No les tejería suéteres a mis futuros hijos. Eso fue una de las mil cosas de las que me lamenté. Unos meses después, mi madre y yo viajamos a Xalapa para hacernos cargo de su ropa: zapatos usados, sombreros estropeados, pantalones remendados con maestría, tantas cosas que no usaba, pero se resistía a tirar; y de sus muchísimas cajas de estambres y listones, de sus cachivaches, de sus cosas.
Abrí el mismo ropero que alguna vez guardó nuestros juguetes. Al centro de una torre de cajones había un par de puertas pequeñas. Al abrirlas, lo primero que encontré fue una bolsa de plástico que -cuál sería mi sorpresa- guardaba un pequeñísimo suéter, un gorro y unos zapatitos tejidos en color blanco, para niño o niña, todo cuidadosamente doblado y sin estrenar, del tamaño justo para un recién nacido. Creo que sonreí mientras comprobaba que olía a talco Maja, como ella.
Siete años pasaron para que el atuendo tejido con cuidado y cariño fuera estrenado por su bisnieta, quien aparece en la foto respectiva sonriendo, sin saber todo lo que hay detrás. Lo que son las cosas: a ella, como a mí, le tejió sin conocerla.
Veintiocho han pasado y mi abuela sigue estando en cada uno de mis días, en cada paso que doy por las calles de esta gran ciudad.