A mitad de la mañana mi rutina iba como debía. De pronto, un mensaje: acompáñame a la entrega del Premio Carlos Fuentes a García Montero. En Bellas Artes. En una hora.
Nada me gusta más que ir al Centro. Casi. Pero, ¿así, tan de repente? ¿Con el reto de llegar en tan poco tiempo? ¿En vísperas del regreso a clases? Las calles de Mesones y Regina estarían seguramente saturadas de mamás y papás comprando mochilas, cuadernos, Pritts, lápices y tijeras de punta redondeada. Hacía una lista de motivos para no ir mientras me cambiaba a toda prisa la ropa cómoda por algo más apropiado y pedía un taxi.
Así que de pronto iba rumbo a la entrega de un premio. A García Montero. Recordé la primera vez que oí sobre él: era el esposo de Almudena Grandes. Irónicamente, me parecía algo pequeño para ella: en edad, en reconocimiento, en personalidad. Al menos así parecía de lejos. Sin embargo, su historia de amor me hipnotizaba: lo que me estaba pasando, contaba ella, no se parecía a nada que me hubiera sucedido antes. A mí, aseguraba él, la vida no me habría perdonado no vivir la historia de amor con ella.
No fue sino hasta que murió Almudena, en 2021, que al leer en las redes el dolor de Luis, entendí que como ella, era un grande en eso de las letras:
Así duele la noche
Con ese mismo invierno de cuando tú me faltas
Con esa misma nieve que me ha dejado en blanco
Pues todo se me olvida
Si tengo que aprender a recordarte
Después supe que, cuando Joaquín Sabina atravesaba un duro episodio de depresión, allá en el 2001, Luis le escribió el poema que hacía falta, “la canción que no puedes escribir ahora, pero escribirás un día":
Cuando despierto y voto por el miedo de hoy,
cuando soy lo que soy en un espejo roto,
cuando cierro la casa porque me siento herido,
cuando es tiempo perdido preguntarme qué pasa.
Sólo puedo pedirte que me esperes
al otro lado de la nube negra,
allá donde no quedan mercaderes
que venden soledades de ginebra.
Su corazón y su talento ayudaron a traer al “Flaco” de regreso de ese mundo de los que viven muertos.
Finalmente, Bellas Artes, apenas a tiempo. Un García Montero con corbata obligada para la ceremonia, entre el escritor culichi Elmer Mendoza y el rector de la UNAM, recordaba con su acento andaluz cuando el 4 de diciembre pasado, día de su cumpleaños, recibió un mensaje de la querida Cristina Pacheco; un mensaje que, lejos de ser una esperada felicitación, se trataba de una despedida: “Lo que abominablemente llamamos una enfermedad terminal me impide seguir adelante, (… ) te abrazo fuerte, aquí estoy siempre, o mejor dicho, todavía”.
Al hablar de la poesía como el oráculo que pretende responder las preguntas del amor y las más difíciles, las de la ausencia, aludió a los versos del veracruzano Rubén Bonifaz Nuño en El manto y la corona, ese poemario con dedicatoria enigmática y atroz: Aquí debería estar tu nombre. Y al libro Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, del gran poeta chiapaneco. “Y si pienso en el tiempo, que nos da encuentros, reencuentros y pérdidas, me acompaño de José Emilio y su No me preguntes cómo pasa el tiempo”. Mencionó a Paz, nuestro Nobel, quien presentó en el 94 su libro “Habitaciones separadas”, calificándolo como “poesía de experiencia”. Y, por supuesto, a Fuentes -anfitrión invisible-, quien, entre mil cosas, nos enseñó, dijo, que la relación entre México y España es la misma que con nosotros mismos: conflictiva. Y que el Atlántico es un puente y no un abismo.
Así, con autores y amigos de distintas generaciones, manifestaba sentirse un poco de acá, sin dejar de mostrar su orgullo por Cervantes y su repudio por Franco, y considerarse heredero de Lorca, tan granadino como él: “me sentí testigo del mundo que lo había asesinado y que debía devolverle la vida.”
Hizo buen uso de la voz con una participación llena de ideas, recuerdos, convicciones, citas, escenas, confesiones, reflexiones.
En el estrado, luego de felicitarlo, la bella Silvia Lemus-viuda-de-Fuentes le preguntó con humor: ¿Tienes plan? Sí, respondió de inmediato, y en voz más baja y clavándole la mirada, agregó: pero, como todos los planes, se puede romper. Amigo de Sabina tenía que ser.
Ahí estaba Elenita Poniatowska, miembro del jurado, pequeñita, con un hermoso vestido largo, tan blanco como su cabeza despeinada, bordado hasta los zapatos. Poniatowska, Elenita, con esos ojos suyos que ya apenas se abren y que han visto pasar la historia de cerca; esa boca con sonrisa como de niña buena que ha conversado con gigantes. Con esas manos nonagenarias que buscan calor una en la otra y han rescatado historias que viven en mi librero: Angelina Beloff, Tina Modotti, Leonora.
Al salir me fundí con la multitud incesante del cruce más populoso de la ciudad, del país, del continente, el de Avenida Juárez y Eje Central, para buscar en la librería más cercana algo de García Montero. Tarareaba en silencio la canción más bonita del mundo, Aunque tú no lo sepas, que en voz de Enrique Urquijo hace justicia al autor, de quien en esa mañana me vi sorpresivamente participando en la entrega de su merecido premio.