1940.
Una niña polaca muy pequeña, de solo tres años, aborda un tren de carga con sus padres, sus abuelos y una tía; intentan escapar de los peligros de la Segunda Guerra Mundial. Los tiempos que vendrán serán durísimos. Después, en una tranquila y calurosa tarde de julio, esta vez con seis años, lejos de los horrores que vio, se ve bajando de un barco y pisa, por primera vez en su cortita vida, el Puerto de Veracruz.
Esto lo sé porque a esa niña en mi familia la conocemos y queremos como la tía Vala.
Lo que no sabía hace unas semanas, al iniciar mi viaje de este verano de cuarenta grados, era que iba a escuchar la historia en voz de su hija. Ella, a su vez, no se imaginaba que en el establecimiento que atiende se iba a aparecer una mexicana desconocida a decirle: “Hola, tú y yo somos familia”.
Al llegar a Florencia recibo en el teléfono un mensaje de mi padre: frente al templo de La Santa Croce está la tienda Peruzzi. Busca a Adriana y preséntate con ella, es tu prima tercera.
El mapa digital marca una distancia de siete minutos andando. Encuentro la iglesia, la tienda y a ella. El saludo es sorpresivo y feliz.
Cuéntame sobre tu mamá, le pido apenas conocerla, entre escaparates de una boutique enorme repleta de bolsos y carteras hermosos de todos colores, con olor a nuevo mezclado con cuero. No lo duda un segundo, sus ojos azules se mueven hacia arriba y afocan con claridad imágenes que ha creado a partir de las narraciones que lleva en el archivo sagrado de su memoria:
El tren al que se subió a sus tres años tenía destino a Siberia -imagínate, la sola palabra aterra-. Ahí estuvieron tres años en un campo de trabajos forzados, donde murió su mamá de una hemorragia, embarazada. Al padre lo llevan al ejército y ella llega a México en el año 43 a bordo del barco Hermitage: el presidente Ávila Camacho había autorizado el asilo a 1,600 polacos. De esos, muchos eran niños, que fueron albergados en una hacienda cercana a León, Guanajuato.
Mi madre creció en tierra mexicana, ahí se casó, tuvo a sus hijos y, siendo aún joven, enviudó.
Durante 38 años, por la censura del comunismo no había tenido noticias sobre su papá. Finalmente, después de mucho investigar, tuvo entre sus manos un papel que tenía anotado un tesoro, es decir, una dirección.
Viajó a Polonia y se subió a un taxi hasta llegar a una calle y luego estar parada frente a una casa con el número que llevaba apuntado. El padre, envejecido, se acercó a abrir, sin imaginar quién esperaba llena de ansias del otro lado de la puerta, ni que en pocos segundos escucharía una voz que, con unas palabras, haría saltar a su corazón: ¿No sabes quién soy?
(En esta parte de la historia las bocas de todos se apretaron y los ojos se nos convirtieron en lagos.)
Mi abuelo, con los años, se había vuelto a casar con una mujer alemana, con quien tuvo dos hijas. Cada Navidad había montado un lugar adicional en la mesa familiar, un lugar vacío, el de ella; así como seguía teniendo dolor por la ausencia de su hija, mantenía la esperanza de volver a verla.
Ella hizo tres viajes de un mes a Polonia, y disfrutó a su padre cada uno de esos noventa días. Él le dejó como herencia el cariño de sus hermanas polaco-alemanas. Hoy, mi madre, a sus 86 años, sigue viviendo en León y amando ambos países; ella y su amiga de toda la vida, Olenka -a quien visita y le canta rondas en su lengua natal ahora que está enferma- son las únicas “niñas de Polonia” que quedan como testigos de ese viaje, de la llegada a un mundo que ni siquiera sabían que existía, y de sus primeros años acá.
Y así más o menos fue, en versión breve, una muy disfrutable conversación. Las reseñas de esos tiempos cuentan que los refugiados polacos que llegaron al Rancho Santa Rosa “tuvieron algunas oportunidades de interactuar con la comunidad local”. En mi familia podemos dar fe de que así fue.
Las guerras son como tormentas que arrasan con todo a su paso; con todo salvo con la semilla de la vida, capaz de crear nuevos comienzos en tierras lejanas. Quizá cada persona sea un milagro que se ha gestado desde el origen de los tiempos y cada acontecimiento desde entonces no sea sino un paso hacia su nacimiento.
Gracias, Adriana, por este relato, pieza excepcional en el árbol genealógico compartido, que desplazó todo lo demás que pretendía contar. Ya habrá tiempo para Miguel Ángel, Rafael y Caravaggio.
Las historias nos encuentran donde menos lo imaginamos.